Por Pamela Ballesteros | Febrero, 2018
La entropía es un momento natural de caos que tiende al orden. En ese movimiento confuso sucede una redistribución que equilibra el estado de las cosas. Gabriel de la Mora (México, 1968) activa su práctica artística bajo esta pulsión, en la que transforma y reintegra procesos orgánicos en un nuevo orden estético. De la Mora no cree en el arte reducido a la técnica y se aleja de la producción tradicional del dibujo, la pintura y la escultura para experimentarlas desde otras posibilidades. Ahí surge su caos.
Me encontré con Gabriel en la planta baja de Proyectos Monclova, espacio que funciona como taller provicional en el que prepara algunas de las piezas de Entropías, su primera exposición individual en la galería.
Así como abandonó el trabajo en arquitectura para entenderla desde otra perspectiva, el punto de partida para cuestionar la pintura fue dejar de pintar. Entusiasmado me platica primero sobre Papeles quemados, serie con la que en 2007 dio ruptura a su práctica figurativa para tomar el incidente como técnica, es decir, el artista detona procesos en los que cede el control absoluto del resultado, como en la combustión de una hoja de papel. Acción que repitió en las 43 hojas de su tesis de maestría —cada una encendida en la estufa de su departamento, con efectos físicos distintos— de las que 16 se conservan convertidas en materia efímera y frágil, pero al mismo tiempo permanente. “Siempre tratamos de prolongar la vida de las obras pero al final todo desaparece», comenta Gabriel.
Papeles quemados concluyó en 2017, diez años después de su inicio, y resulta una de las series más significativas de su carrera, en donde la creación sucedió a través de la destrucción: entropía.
«Cómo algo tan efímero, como quemar un papel, se convierte en eterno».
Los elementos contrarios y la acción repetitiva también son una constante en Obsidiana, serie en la que Gabriel replica la forma tubular de las letras de neón luminiscentes pero esta vez con un cristal oscuro. Para dar forma a cada carácter, Gabriel se apoyó con talladores de obsidiana que manipularon la roca numerosas veces, en su mayoría, con resultados fallidos como efecto de su superficie dura y cortante. Después de obtener tallados desperfectos, las letras se lograron trazar. «En el arte no hay errores» y tanto las piezas defectuosas como las completas son conservadas y expuestas como un conjunto de ejercicios igualmente valiosos que Gabriel mira como modelos de posibilidades.
La reciente pieza en obsidiana son 203 caracteres acomodados en orden alfabético que forman la frase: “Si la repetición existe, expresa al mismo tiempo una singularidad contra lo general, una universalidad contra lo particular, un elemento notable contra lo ordinario, una instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la permanencia”, de Gilles Deleuze.[1]
Otra característica de su trabajo es el uso de materiales de desecho: el objeto poco convencional encontrado y recolectado, que es también contenedor de historia y energía. Gabriel plantea sus piezas como un balance entre lo formal y lo conceptual, pero también, integra la naturaleza energética como tercer atributo.
“El final de un material puede ser el punto de partida para algo nuevo: la transformación”.
Dentro de la galería descansan rollos de plafones viejos de gran formato aún sin montar en los bastidores. Cada uno cuidadosamente desmontado de su sitio original: casas abandonadas de entre 1870, 1882 y 1910, mismos que ahora cambian de contexto: de cubrir techos ahora cubren bastidores, se vuelven pintura. Plafones son piezas cuya uniformidad se desvanece en el material marcado y deteriorado por el paso del tiempo. Con esta metodología, Gabriel cuestiona su rol como artista, uno que no interviene ni toca la obra, sino que la encuentra o la rescata.
«La creación no parte de cero, siempre tomamos materiales que ya tienen un proceso, una información o una historia detrás».
Caminamos entonces hacia su estudio, dividido en siete espacios incluyendo la azotea —área funcional para la experimentación— y un sótano donde clasifica minuciosamente hasta el material más simple para su conservación (pilas, tapas de plástico, franelas, tornillos). El aparente caos está contenido en recipientes de plástico, estuches de vidrio y vitrinas de madera, además de grandes anaqueles que se sostienen como librero; tal conjunto figura un laboratorio. Todo está acondicionado para la producción.
Una de las obras que observo en proceso es un bastidor empotrado en la pared que empieza a ser cubierto con cascarón de huevo, superficie en la que el equipo de Gabriel ensambla de manera exacta minúsculos trozos clasificados por tonos de blanco. Terminada, cada pieza de esta serie es el límite de la ruptura. Un juego óptico del minimalismo al maximalismo que va de la superficie plana y homogénea a la descomposición numerosa de fragmentos. Hasta ahora, 273 472 es la obra más compleja.
Después de conversar y mostrarme fotografías de procesos creativos en la computadora, el artista me comenta que una premisa importante en su trabajo es ir de la imagen al monocromo y del monocromo a la imagen. La intención no es producir más, sino intentar concebir lo efímero y conservar lo perecedero. Gabriel de la Mora detona ideas sin saber con precisión su conducción.
Imágenes: Cortesía del artista y Proyectos Monclova.
Fotos: Joaquín Villafuerte para GASTV.
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[1] Gilles Deleuze. Diferencia y repetición, (1968), p. 23
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