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Chatarra Amnésica, por Balam Bartolomé


Noviembre, 2019

Hace no mucho tiempo platicaba con una amiga sobre la posible relación entre las palabras matrimonio y patrimonio, sobre sus eventuales compatibilidades y la correspondencia que, desde la etimología, se podría establecer entre ambas. La conversación partía de lo que meses antes había sucedido en la Ciudad de México, cuando algunos de los muchos monumentos y estatuaria localizados sobre la avenida Reforma habían sido grafiteados, durante la primera marcha feminista realizada en protesta por la inercia irrefrenable de los feminicidios en México.

La plática no generó ninguna conclusión, aunque me dejó pensando sobre el vínculo que establecemos con la memoria histórica a partir de los monumentos que la conmemoran, y sobre la importancia que damos a estas presencias, más allá de contemplarlas como puntos de referencia geográfica dentro de las ciudades.

Estos objetos y construcciones componen, sin duda, una herencia, aunque las cualidades benéficas o perjudiciales de tal legado conllevan otra discusión. Son bienes que se heredan y traspasan de una generación a otra, en el sentido estricto del patrimonio, si pensamos a la sociedad como producto de la unión entre Estado y territorio, lo que en ese mismo sentido correspondería al consorcio, sociedad o matrimonio, entre la patria y la matria. De ahí surge la quimera fundacional que, bajo el título ambiguo de madre patria encarna, en su complejidad hermafrodita, la identidad nacional.

Las construcciones y objetos que habitan nuestro espacio público se han erigido desde distintos tiempos e intenciones; las más de las veces como altares impuestos que refieren a personajes y períodos histórico-políticos desconocidos para la gran mayoría. Unos retratan próceres (muchos de ellos de incierta probidad) y proyectos nacionalistas, triunfalistas y pretenciosos. Otros, más recientes, son ejemplo de prebendas y negocios donde el espacio público termina siendo cloaca de ostentosas corruptelas.

Un ejemplo hegemónico es el de Enrique Carbajal, Sebastián, quien, cobijado por la institución priista, tuvo cooptados los espacios públicos durante, al menos, cuatro décadas. Sus armatostes son tapa de coladera de inframundos políticos con tantas aristas como lados tienen sus esculturas. Otro caso reciente y significativo lo encarna la Estela de Luz, construcción que acabó siendo un monumento a la corrupción de las dos administraciones panistas.

Una conclusión inmediata y visceral sería que ni el monumento ni la estatua satisfacen necesidades públicas. El tiempo parece haberles dado una pátina de capricho ideológico que los tiene condenados al naufragio, a la depredación y a la ruina. No obstante, considero que el argumento debe orbitar sobre cómo revertir esa corrosión histórica. Así pues ¿qué da al monumento, a su presencia y a su materia ese valor simbólico? ¿Es la impronta del tiempo, la permanencia de sus materiales, la altura en metros o, por el contrario, lo inasible y trascendente de aquello que representa?

La duda vulnera la solidez simbólica y física de tales representaciones. Bajo ese entendido, el vandalismo empieza cuando el Estado deja expuestos los bienes patrimoniales públicos y privados de sus protegidos, para quienes la estatua o el monumento no representa nada más que materia reciclable, fierro viejo, una chatarra amnésica. En el mejor de los casos, son espacio de reunión y de protesta. Cuando esto pasa, el patrimonio público deriva en una herencia de la que se puede prescindir, al ser fruto de esa mezquindad estructural donde las garantías ciudadanas desaparecen.

Volviendo a la analogía de la familia nuclear, perpetuada por una estructura gubernamental paternalista, esta indefensión nos dirige a la idea del matrimonio pasivo, donde hay una madre-matria violentada y una prole desatendida por un padre-patria ausente, que en teoría administra y provee, más no integra desde lo social.

Busto de José Guadalupe Posada robado del Jardín Santiago, en Tlatelolco.

Entonces, el «vandalizar» no implica únicamente rayar o destruir, sino también descuidar el contexto y trasfondo simbólico de lo agraviado. En otras palabras, el Estado vandaliza también por omisión. Un signo gráfico, como el grafiti, no anula ni desconoce por acción al símbolo, al contrario, se le raya por los valores que en teoría representa. En cambio, el vandalismo más brutal, por silencioso, se practica desde la desmemoria y el abandono.

Para ilustrar esto basta darse una vuelta por jardines y plazas de todo el país, donde se puede apreciar infinidad de monumentos rotos, placas desaparecidas y pedestales vacíos, cuyos personajes han desaparecido, física y simbólicamente, de la memoria. Las más de las veces apenas notamos su volumen ausente. La evaporación y desmantelamiento paulatino del patrimonio cultural, histórico, artístico y natural en México es ejemplo de esta indolencia, depredación y extracción que ha durado siglos. Por agotamiento, esta sangría ha dejado al descubierto afecciones internas que, hasta que no la vemos reflejada en la dermis social, no la consideramos.

Esto nos obliga a reflexionar sobre la nula trascendencia de la conmemoración y la efeméride, ya sea como desfile o grito, sobre la vacuidad de los argumentos políticos y la inutilidad de la demagogia heroica. ¿De qué sirve el procurar mantener impecable el atuendo urbano y lanzar loas a los diseñadores de la nación si no se ataca la sarna social que existe bajo las mangas del vestido? ¿Con qué cara se reclama el rascado furioso de la llaga si no se atienden las causas sociales, acumuladas hasta el punto en que el prurito sangra?

Cuenda (2011), de Laura Valencia Lozada | Cortesía de la artista.

Atender y conocer la relación particular espacio-tiempo de los monumentos históricos permitiría una mejor posibilidad de mantenerlos, cuidarlos y transformarlos desde su pertinencia específica, tarea que debe ser compartida entre Estado y sociedad. De este modo podremos dar vuelta a la malsana relación en que se desenvuelve este México de héroes salvadores y caudillos todopoderosos. En el caso del patrimonio público, habría que considerar su recuperación no únicamente desde la restauración cosmética, sino desde la sanación reflexiva. No desde el rascado febril ni desde la fugaz despresurización de la manifestación pública, sino desde la estructura más duradera de la empatía y la comunicación dialógica.

Queda claro que, en México, el matrimonio político entre Estado y sociedad ha resultado un contrato fallido, que necesita replantearse del mismo modo que debe hacerlo la relación entre pares y géneros, tanto en el espacio doméstico como en la esfera pública. Para ello se requiere de una participación social crítica y de un gobierno que, sin arrestos patriarcales e intolerantes, permita que tal conversación suceda. Hasta que eso no pase, el «matripatrimonio» entre las partes que conforman la nación seguirá subordinado a un maquillaje social que celebra las apariencias, así como a una retórica cosmética procaz, patriotera y patética.

Foto: Resurgimiento atorado (2019), de Luis Carlos Hurtado. Cortesía del artista.

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Balam Bartolomé (Ocosingo, Chiapas) estudió Artes Visuales en la ENAP-UNAM. Beneficiario de la beca Jóvenes Creadores, de México y The Pollock-Krasner Foundation, de EUA. Su trabajo reflexiona sobre cómo las culturas contemporáneas se relacionan con su pasado. Actualmente coordina, en conjunto con el artista Antonio Monroy, el proyecto de residencias e investigación artística Tlatelolco Central-Bienal Tlatelolca.

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Archivo | Escucha y texto: Cuando los objetos valen más que los cuerpos, por Bárbara Foulkes