Por Fernando Mino
La plaza Beaubourg en el corazón de París es la antesala del edificio emblemático del Centro Georges Pompidou —esa arriesgada estructura industrialista con ductos y acero a manera de fachada. Una explanada viva, llena de saltimbanquis y artistas callejeros. El escenario es intrascendente, al menos para lo que vemos en Plaza Beaubourg (Parvis Beaubourg, 1981-1982), mediometraje inclasificable en súper 8, ejercicio magistral de edición y sincronización sonora del cineasta mexicano Teo Hernández (1939-1992). De deslumbrante ritmo, la película deconstruye lo cinematográfico: no hay imágenes en movimiento, hay velocidad que distorsiona la imagen y la funde con el sonido para hacer patente la vitalidad de los cuerpos que palpitan con las percusiones sin fin, sin descanso, sin tregua, en un ritual que hipnotiza… hasta que un fundido sonoro nos revela el artificio, la imagen sigue vertiginosa pero en silencio que desnuda el movimiento y vuelca la atención en los cuerpos que se transforman bajo la lente de Hernández. El cuerpo es el centro de su reflexión artística, a medio camino entre el cine y el arte contemporáneo, en los tiempos heroicos previos al video digital.
Teo Hernández es contemporáneo de cineastas experimentales como Rubén Gámez o Leobardo López Aretche, inusitados todos y cercanos en pasión y ánimo de desmantelar la rígida estructura del cine mexicano de los años sesenta. La obra de Hernández es experimental hasta sus últimas consecuencias, imposible en ese México (como demuestran la germinal obra de López Aretche, truncada por su suicidio, o la independencia-marginalidad de Gámez). Hernández se hizo cinéfilo en nuestro país (incluso, hacen notar sus biógrafos, mantendrá toda la vida cierta afición kitsch por María Félix, otra mexicana en París), pero su obra se entiende sólo en la atmósfera de la vanguardia parisina post 68, contestataria y radical en su afán por estetizar lo cotidiano, por bajar el arte del pedestal y filtrarlo a todos los aspectos de la vida.
Tres gotas de mezcal en una copa de champagne (Trois gouttes de mezcal dans une coupe de champagne, 1983) es un cortometraje autobiográfico y declaración de principios. Fotografiado en blanco y negro, Hernández esboza la historia de su padre indígena purépecha, sosteniendo viejas fotografías a contraluz; detrás se nota de cuando en cuando la torre Eiffel en un ejercicio de luz y sombra fundidos por el movimiento. Para Hernández la oscuridad de una sala de cine es similar a la del sepulcro del padre, tal como la imagen de un filme es similar a un espejo. “La pantalla es un ataúd y el cuerpo un paisaje”, dice.
Teo Hernández realizó su carrera por completo en Francia desde 1965 y apenas se conoció en México en 1999, siete años después de su muerte, cuando la Cineteca Nacional proyectó una selección de su obra. Autor de más de 200 películas, entre cortos y largos de hasta 300 minutos, y de bitácoras que suman más de 1,700 páginas de reflexión, Hernández hizo de la libertad una de las premisas básicas de su obra. Un visionario que abrió brecha para la experimentación desde cualquier disciplina.
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