Por Fernando Pichardo | Abril, 2018
Quedé de verme con Sonia Madrigal (Ciudad Nezahualcóyotl, 1978) a las 11:30 de la mañana en la estación Las Torres del Mexibús, ubicada sobre avenida Bordo de Xochiaca, a unos pasos del lugar donde confluyen los municipios de Chimalhuacán y Ciudad Nezahualcóyotl. En ese momento Sonia retrataba una bolsita que contenía fotografías en tamaño infantil de una mujer, atoradas en la valla que divide al acceso de la estación del resto de la calle.
Salimos de la parada y pasamos junto a un terreno baldío de varias hectáreas. En un principio lo confundí con una milpa, pero después supe que se trata de uno de los remanentes de lo que alguna vez fue el lago de Texcoco. El sol estaba fuerte y debajo se concentraban cientos de miles de casas, locales comerciales y cerros que en buena medida constituyen el tejido urbano del oriente del Estado de México. A lo lejos se veía el Guerrero Chimalli, erigido como un intento para fomentar el sentido de pertenencia y orgullo entre sus habitantes, lo que aún es debatible.
«Ya me han contactado antes para hacer visitas de estudio. Pero cuando se enteran que es acá les da flojera, les da miedo. No es atractivo para mucha gente», dice Sonia mientras nos dirigimos a un pasaje comercial para platicar bajo la sombra. Esperaba a que me indicara en qué momento iríamos a su taller, pero después entendí que ya estábamos en él. Desde un inicio quiso dejarme en claro que el oriente es más que un territorio para ella: es su materia prima y espacio de trabajo.
Mientras caminábamos, me comentó que uno de los objetivos en su producción es la erradicación del estigma que hay en esta parte del área metropolitana, sin caer en la exotización de sus componentes ni romantizar la precariedad a la que se han enfrentado sus habitantes por generaciones.
Desde donde nos encontrábamos se veía un puente vehicular enorme que atraviesa el Canal de la Compañía, que funciona como frontera para varios municipios de la entidad. A nuestro alrededor había calles de terracería sobre las que circulaban motociclistas y peatones. Fue en ese tipo de vialidades y en las horas que uno pasa en ellas donde Sonia se inspiró para generar su propio discurso. En 2009, la fotógrafa dirigió su atención hacia estos desplazamientos, se dio cuenta que viajar cuatro horas de lunes a viernes para trabajar en una oficina en la Ciudad de México no era lo suyo. Para entonces se había inscrito en un curso de fotografía en el FARO de Oriente.
«Empecé a identificar los objetos dentro del transporte: cómo decoran las combis y microbuses, cuál es la estética que hay en el metro, el juego de las luces y cómo se utiliza el neón. Comprendí que eran poblaciones flotantes, es decir, gente que vive físicamente en un territorio pero que desarrolla sus actividades en otro. Al identificarme con esta población me dije, claro, estoy resignificando sus espacios, apreciándolos», platica Sonia.
Los resultados de estas observaciones se materializan en la serie Tiempos Muertos, que en 2013 recibió el apoyo del programa Jóvenes Creadores del Fonca. Estas imágenes plasman la sensación de frustración, de desperdicio de vida y de amor / odio hacia el transporte que sólo quienes llevamos años transitando entre la capital y el Estado de México somos capaces de entender.
A partir de ese primer acercamiento con la fotografía, Sonia posicionó al transporte colectivo como eje temático para la articulación de narrativas. Sin embargo, con este trabajo también se dio cuenta de la vigencia de dinámicas cuyo objetivo es violentar a las mujeres. Ello dio inicio a la producción de una obra que visibiliza las relaciones entre la infraestructura y las mujeres que la utilizan:
«Son eventos a los que todas nos enfrentamos desde una forma particular, porque tienes que aprender códigos sobre cómo vestirte, cómo hablar, cómo cuidarte y cómo caminar. Si de repente viene un güey detrás de ti que viene tocándote, sabes que algo no está bien pero no lo identificas».
Los feminicidios en el Estado de México no se volvieron un asunto de dominio público hasta hace unos diez años. En esa época Sonia consideraba al fenómeno como un asunto apartado de su realidad, perceptible en lugares como Ciudad Juárez, pero su opinión cambió en 2006, cuando una mañana el cadáver de una mujer fue aventado afuera de la casa de sus padres. Con ese recuerdo en mente, Sonia incorporó la feminidad de manera más decidida a finales de 2014 en su serie La muerte sale por el oriente.
En el proceso, Sonia intervino distintas locaciones de Ciudad Nezahualcóyotl con siluetas de mujer fabricadas con espejos para establecer vínculos entre el espectador y el espacio retratado. Para esto la artista recurrió a una vivencia personal: «Cuando era niña también vivía en Neza, pero en otro punto más conflictivo. Ahí mis papás no me dejaban salir, entonces agarraba los espejos de mi casa y, no sé por qué, los distribuía y jugaba con ellos. Lo hacía porque no podía ir a ninguna parte», me platica. Para mí, las imágenes de esta serie reflejan la interiorización del miedo que las mujeres aprenden desde la infancia y la objetivización que sus cuerpos reciben cotidianamente.
De forma paralela, su trabajo cuenta con elementos que lo vinculan a una geografía específica: la de sus raíces. Para Sonia, el oriente del Estado de México es también una extensión del cuerpo de las mujeres que lo habitan, y es a través de recorridos e interacciones que ha capturado esas hibridaciones. La fotografía le ha otorgado la capacidad de abstraerse a ella misma con los lugares que camina, así como con otras mujeres. Mujer y territorio siempre aparecen unidos en su trabajo.
El resultado ha sido un compendio de imágenes que apelan por los derechos de las mujeres a eventos como la noche y la vía pública. Tomar fotografías le ha enseñado a “leer los territorios”: saber cuándo es pertinente adentrarse en ellos y cuándo es mejor alejarse. Cuando le pregunté a Sonia qué aspectos de su obra no podrían ser representados desde la mirada de un hombre, me dijo: «Creo que el hecho de salir como mujer y enfrentarte a las calles, de salir con una cámara para apropiarse del lugar. La gente te dice que no platiques con nadie, que llegues rápido a tu casa y que uses el transporte lo menos posible».
«Transitar la calle es una resistencia y hasta ahora lo noto. Hago foto de calle y ando sola».
Pero Sonia también está consciente de las limitaciones de su arte. No concuerda con los fotógrafos, nacionales o extranjeros, que retratan la realidad de su municipio con el argumento de que sus trabajos cambiarán paradigmas y retribuirán en algo a los habitantes, porque en la mayoría de los casos el reconocimiento es individual. Es honesta en tanto reconoce que todavía no ha generado un cambio de paradigmas entre los márgenes de una sociedad con una cultura tan centralizada.
«Yo hablo de lo que sucede por acá y lo muestro. Puede que pase algo o puede que no pase nada, por lo general no pasa nada, como todo lo que sucede en estos lugares y en todo el país».
Después de platicar en el pasaje comercial durante casi una hora, cruzamos el puente que atraviesa el Canal de la Compañía para llegar a un llano muy erosionado por el tránsito de personas y vehículos. Cada centímetro del camino estaba ocupado por basura y el olor a desagüe penetraba en el ambiente. Al final llegamos a la colonia Xaltipac, considerada como el origen de los feminicidios entre los habitantes de Chimalhuacán. Al cabo de unos minutos llegamos a una calle que desemboca en el cuerpo de agua. Su función como frontera natural y el complejo estatus político que tiene son la razón por la que frecuentemente es utilizado por los asesinos para arrojar los cuerpos.
Mientras se encontraba en el proceso de producción de La muerte sale por el oriente, Sonia conoció a la activista Irinea Buendía. En 2010, su hija Mariana Lima fue asesinada por su esposo en el municipio de Chimalhuacán. En un principio, el caso fue calificado por las autoridades como un suicidio, pero se volvió emblemático al ser declarado como feminicidio ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 2015. Al año siguiente Irinea la invitó a una iniciativa para emplazar cruces rosas: «Yo no quería documentarlo, entré en conflicto. Participé como tres o cuatro veces en las movilizaciones y ahora que lo pienso fue algo muy arriesgado. Éramos cinco personas plantándolas».
Y es que la creación del memorial incomodó a las autoridades locales desde el inicio. Bajo la premisa de que se removería la basura del lugar, la presidenta municipal ordenó su retiro. Sin embargo, una protesta en la que participaron cientos de ciudadanos de Chimalhuacán, Ecatepec y Nezahualcóyotl hizo que fueran devueltas a su sitio y además se optara por plantar otras más afuera del palacio municipal de Nezahualcóyotl en 2017. Fue en medio de ese paisaje de progreso fallido, rodeados por torres eléctricas y de frente a las leyendas «Ni una asesinada más» y «¡Ni una más!» que la violencia se manifestó ante mí de una manera latente y descarnada.
Un territorio por sí solo no es fuente de violencia. Sonia me explicó que muchas personas en la Ciudad de México enjuician al oriente de la entidad, a sus habitantes y vecindarios, cuando en muchas ocasiones ni siquiera los conocen. Argumentar que la zona es violenta por el carácter de su gente o la configuración de su terreno es una postura tan reduccionista como decir que las mujeres son asesinadas por no estar dentro de sus casas. Chimalhuacán y Ciudad Nezahualcóyotl no son una excepción dentro del tejido social mexicano, sino una fisura donde desembocan muchos de los errores que hemos cometido como sociedad.
«Hay impunidad y factores políticos que no ayudan a que la violencia se ataque. Lo veo como una incubadora de condiciones en ebullición. Muchas personas dicen «pues no pasa nada». Y así fríamente se puede matar. Se mata porque se puede».
Tras articular una opinión sobre estos hechos, surgió una serie de fotografías de calle que aún se encuentra en desarrollo. La particularidad de estas imágenes es que las protagonistas se muestran siempre al centro de la composición. En un inicio, Sonia pensaba que esos trabajos tenían una calidad menor al solicitarle a las mujeres que posaran ante la cámara, pero eventualmente encontró en este acto la posibilidad de hacer comunidad a través de la palabra. Como fotógrafa de calle, Sonia se ha preocupado por generar visualidades que no revictimicen a las mujeres asesinadas ni a sus familiares. Recuperar la pulsión de vida que hubo en cada una de ellas ha sido la manera que ella ha concebido para emanciparse de la nota roja o el fotoperiodismo, y para evitar que sus fotografías se diluyan en el flujo de noticias digitales o impresas que circulan diariamente:
«Me di cuenta que al presentar imágenes del cuerpo de la mujer lo único que lograban era violentarla una vez más. No quería hablar del problema de manera tan evidente. No quería reincidir en el mismo proceso que ellos, por lo que tuve que inventar un lenguaje que hablara sobre la violencia sin violentar».
El ejercicio representa la voluntad de Sonia por reivindicar los estereotipos de la mujer en la periferia. Se inspira en el dolor y la carencia intrínsecas de la región, para transformarlo en un homenaje a las mujeres, madres y jefas de familia que han tenido que aprender Derecho por su cuenta y que han retrasado sus duelos en su búsqueda por la justicia. Es una fotografía que presenta a la violencia de manera implícita, casi imperceptible: como casi todo lo que tiene que ver con este país. Sus imágenes honran los cuerpos e historias de las mujeres de la periferia y se utiliza a sí misma como un incentivo para forjar relaciones de sororidad. Por eso son poderosas.
Imágenes de obra: soniamadrigal.com
Fotos: Elic Jacob Herrera Coria para GASTV.
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