Por Fernando Pichardo | Abril, 2020
En los límites de la colonia Atlampa se localiza el plantel Fresno de la Escuela Preparatoria Popular «Mártires de Tlatelolco». Fue habilitado en junio de 1974 como una alternativa de profesionalización para los jóvenes no aceptados por la UNAM o el IPN, ante el aumento demográfico y la saturación de matrícula que ha sido una constante en el sistema educativo mexicano desde mediados del siglo pasado.
Nombrado en honor a los estudiantes masacrados en octubre de 1968, los miembros de la escuela han mantenido una labor de lucha ininterrumpida durante más de cincuenta años, apoyando un proyecto educativo de carácter crítico, científico y popular que se opone de manera abierta a las estructuras hegemónicas del Estado.
La defensa de esta comunidad por el derecho del pueblo a la educación ha permitido que las instalaciones operen bajo un modelo de autogobierno, lo que ha favorecido el establecimiento de proyectos y servicios que no están insertos en una lógica académica. En este sentido, en el predio se encuentra una base de Alcohólicos Anóminos, un taller de motocicletas y, desde hace un año, el estudio que Balam Bartolomé (Ocosingo, 1975) montó junto con Antonio Monroy y Alejandro Palomino al interior de lo que fuera un salón de clases.
A partir de la iniciativa de Francisco «Taka» Fernández se conformó un espacio colaborativo de creación, que para sus integrantes ha sido el producto de un encuentro afortunado y muy gratificante.
Balam me recibió en su estudio a principios de marzo, poco antes de que diera inicio el proceso de aislamiento social que parece salido de una película de ciencia ficción. Nos encontramos en la sección más cercana a la puerta, el área de trabajo de Balam. Afuera se escuchaban gritos, risas y voces de algunos estudiantes. Observo collages, grabados y fotografías colgadas de un muro, así como bastidores, conchas, ramas y muchos guajes.
Algunos de estos guajes están expuestos sobre repisas, otros se ven reclinados en el piso, y vi algunos más desplegados sobre tablas de madera que se habilitaron como mesas. Para Balam, el taller le permite tener un panorama más claro de sus proyectos presentes, pasados y futuros, lo que facilita la articulación de propuestas:
«Soy mucho de encontrar cosas y recogerlas; objetos que me parecen interesantes o atractivos. Creo que la virtud del taller es que puedes tenerlos a la vista, algo que en mi casa no sucede. Hay un momento extraño en el que al interior del estudio se unen las ideas, los objetos y materiales, conjugándose de una forma casi mágica».
Mientras veía de cerca los guajes, noté que todos estaban intervenidos. Había dos que estaban suspendidos dentro de un ensamblaje parecido a un atrapasueños. Vi un conjunto con caracoles marinos empotrados en los extremos y algunos más fueron unidos de tal forma que emulaban formas orgánicas difíciles de categorizar. Balam se ha sentido identificado con estos objetos desde niño. Recordó el árbol de jícara de su casa en Chiapas durante su infancia, y cómo su abuela cortaba los frutos y utilizaba sus cáscaras como recipientes para beber pozol.
Sin embargo, fue hasta 2016 que incluyó estos elementos de manera formal en su obra, cuando viajó a Bogotá para una residencia en Flora Ars+Natura. Durante su estancia, surgió un interés por las connotaciones rituales que emanan de las obras de arte, enfocando su proceso hacia elementos con implicaciones históricas y espirituales profundas. Los póporos —nombre con el que se les conoce en Sudamérica a este tipo de calabazas— le parecieron pertinentes por la relevancia que poseen en el pensamiento colectivo colombiano, particularmente entre las comunidades indígenas.
Después de unos minutos, Balam me mostró unos guajes largos, más parecidos a odres o penes que a frutos. Sostuvo entre las manos una pieza con cera tallada en forma de pezón: «Esta es reciente. Me gusta la idea de que tenga una cualidad animista, y que al mismo tiempo sea un tanto hermafrodita». Mientras lo sostenía, me contaba que para él la energía creativa es tanto femenina como masculina, y que las vertientes de esta dualidad son capaces de manifestarse en los materiales a través de los significados que han adquirido desde la mitología, la política, el folklore y el lenguaje.
Balam fue claro al mencionar que ninguno de los componentes de sus piezas es cosmético o aleatorio. El artista entiende a los materiales como entes que son capaces de entablar relaciones directas con su propia intimidad. Al ser hijo de una arqueóloga y un escritor, en su producción se puede identificar tanto la voluntad de desentrañar las capas temporales que residen en cada objeto, como la intención por evidenciar sus posibilidades de interpretación. El resultado son hibridaciones que permiten la potencialización de cada elemento a través de intervenciones mínimas:
«Las obras son en mi caso más afortunadas cuando hay una participación reducida en términos de virtuosismo y hay un entendimiento mayor hacia los materiales. Yo lo pienso todo como una semántica; es decir: al arte lo veo como una oración. Cada material que utilizas tiene un sentido; es algo parecido a un verbo o un sustantivo. Son como preposiciones que se añaden del mismo modo en que articularías un poema».
Por otro lado, para entender el discurso de Balam, es necesario involucrarnos también con su territorio de origen. Chiapas es uno de los estados con la mayor biodiversidad en México. Concentra el 30% del agua dulce que dispone el país; produce el 54% de la energía eléctrica que consumimos; sus sierras conservan selvas y bosques de niebla. Sin embargo, Eduardo Galeano nos enseñó que en América Latina la riqueza de sus recursos ha sido también el origen de su despojo, el cual Balam ha identificado en su historia de vida con la cosecha, comercialización, especulación y desperdicio del café.
Durante la conversación, Balam se dirige hacia unas cajas que estaban cerca de unas imágenes enmarcadas. Tras buscar por unos segundos, me enseña una camisa de algodón tejida a mano con el logotipo de Starbucks bordado del lado izquierdo, el textil es de 2009, cuando colaboró para el International Studio & Curatorial Program (ISCP) de Brooklyn. Más allá de ser una referencia sobre el diálogo entre el mundo industrial y artesanal que caracterizan a nuestra época, la prenda resume las intermediaciones y abusos que se requieren para favorecer la accesibilidad y abaratamiento de mercancías dentro de las dinámicas de circulación, compraventa e hiperconsumo vigentes:
«Me permitió ver cómo se adquiere una plusvalía a partir de un sentido de explotación, cómo con un producto tan sencillo puedes hablar de tantas cosas, (…) y cómo esa plusvalía se da también con las obras de arte. Cómo aumentan los precios, entran en subastas, hasta llegar a sumas exhorbitantes, ajenas a la realidad de la mayoría de los artistas. Pero extrañamente, llegar a ese punto de inflación es la aspiración de muchos».
El azoro, la belleza y la miseria que en ocasiones se presentan de forma simultánea en Chiapas, son aspectos que Balam ha procurado replicar en sus producciones. Reconoce a su obra y la estética de ensamblaje, fusión e improvisación como consecuencias de la cultura donde creció. Para él, la interacción que genera sobre los materiales le permite producir vehículos que lo acercan al concepto de Matria: la tierra que la mirada alcanza, y lo que ésta es capaz de proveer.
De la mesa improvisada, Balam toma una escultura hecha con material orgánico, pero no logré identificar su forma. Le pregunté si era un tubérculo. «Es lo que me maravilla». —me dijo— «Que las personas siempre se extrañan sobre lo que es». La pieza se trata de dos cuernos de toro unidos a los extremos, con las puntas bañadas en plata. Balam los recogió cerca del rancho de su familia en el municipio de Ocosingo.
Los machos suelen matarse entre sí por alimentos y terreno. Sus cadáveres se descomponen y son roídos por las aves carroñeras o los perros hasta que finalmente quedan los huesos. El resultado es una pieza totémica producida con un material que simboliza a la virilidad, de tal forma que daba la impresión de que en cualquier momento reptaría o rugiría:
«Una persona muy querida murió hace poco, y la idea era generar un objeto ritual que le sirviera para guiar su viaje. (…) La plata tiene este vínculo con la Luna, con lo femenino. Entonces se me ocurrió la idea de unos cuernos que quieren tocarse pero nunca lo logran. Me gusta que la materia hable porque tiene muchas cosas que decir. Incluso más que uno.
(…) El gesto fue muy sencillo. Creo que en general todas las acciones que ejerzo lo son. Porque me interesa que las piezas tengan una sensibilidad en su hechura, donde se permita que los materiales respiren y nos narren su historia».
Le pregunto a Balam si percibe sus obras como portales. Me dice que quizá ese término resulta demasiado ambicioso para el producto final, pero que en definitiva se trata de una serie de catalizadores, objetos físicos que proponen, activan y detonan «intermediaciones con algo más».
Los objetos como portadores de conocimiento, de poder y de lo sagrado, son una constante que se percibe en este taller compartido. Tras unos instantes, Balam sacó un gran trozo de tezontle casi en bruto. Empotrado sobre este material, un pie de plástico que muestra sus tendones, músculos y articulaciones. La roca fue parte de la iglesia de Santiago Tlatelolco —una de las más antiguas que sobreviven en la Ciudad de México— y pudo hacerse de ella el 19 de septiembre de 2019, cuando la estructura sufrió daños durante el terremoto que sacudió la región central del país.
Fue a raíz de este suceso que se le ocurrió conjuntar a la piedra con una de las maquetas de partes del cuerpo que le compró a una vendedora ambulante en el metro y ver qué sucedía: «A la hora de juntarlos sentí que me contaban algo. Una historia sobre la piedra, su origen, y la carga simbólica que por sí misma contiene».
Y es que Tlatelolco siempre ha estado relacionado con la familia de Balam. Su madre adquirió un departamento en 1964, cuando se inauguró la unidad. Pasó una parte de su infancia en esa zona e incluso ha observado su evolución a través de los años. Sin embargo, fue hasta que surgió la posibilidad de mudarse a Estados Unidos que Balam forjó un vínculo afectivo con la zona; con su historial de muerte y desplazamiento, su posición como centro rector, lugar de intercambio y generador de saberes. Tomando en cuenta estos antecedentes y ante la necesidad de abrir nichos para forjar una discusión que aprehendiera los valores simbólicos y geopolíticos de esta zona, creó la Bienal Tlatelolca en colaboración con Antonio Monroy.
Balam reconoce que su experiencia se ha desarrollado dentro de los límites de Tlatelolco y la colonia Santa María la Ribera. Aún cuando para él las locaciones no se limitan a las paredes de un cuarto y son una extensión del taller, la colonia Atlampa le resulta relativamente desconocida. Así que, al terminar la visita, salimos del plantel y nos dirigimos hacia las espuelas de ferrocarril que seccionan toda la zona circundante. Caminamos entre callejones abandonados, hallamos piezas de hierro fundidas durante el Porfiriato y, tras deambular por una vía, avistamos una antigua fábrica de estampados, en una suerte de ejercicio de arqueología industrial.
La experiencia que Balam ha adquirido en diversas locaciones del mundo le ha servido para reconocer cómo evolucionan las narrativas que configura. Será interesante conocer cómo se integrarán las dinámicas y pautas de esta colonia a la imagen del centro-norte de la capital que ha materializado en fechas recientes, y sobre todo al aula de clases que emplea como laboratorio.
Fotos de obra: balambartolome.com
Fotos de estudio: Alejandro Palomino.
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Archivo | La verdad más íntima de México, por Balam Bartolomé
Archivo | Chatarra Amnésica, por Balam Bartolomé
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