Octubre, 2017
En 1966, un año después de la publicación de Farbeuf —la novela que lo catapultaría definitivamente como escritor—, Salvador Elizondo publicó su Autobiografía precoz, un recuento de su vida realizado a los 33 años de edad. En ella da cuenta de los cambios que han sufrido sus aspiraciones vocacionales desde su juventud, así como de su vida personal y sus conflictos amorosos. Como buen producto de la maquinaria elizondiana, proclive al artificio y al juego en el terreno del lenguaje, el relato no intenta ser una crónica veraz y transparente, sino un recuento lúdico e irónico de su existencia.
Escrito apenas después de haber pasado una temporada en un hospital psiquiátrico, debido a que intentó incendiar su casa en un estado etílico alarmante, Elizondo termina ese pequeño y ágil recuento de su vida con una descripción del cuarto donde escribe; lugar en el que ha pasado, asegura, toda su vida, o al menos la que considera que vale la pena haber vivido. Reproduzco esta descripción de manera extensa:
Colgado del muro, sobre el escritorio hay un grabado de piranesi: Vedusta dell Anfiteatro Flavio, detto il Colosseo. Hay también tres fotografías de Ezra Pound. Una de cuando tenía veintitrés años y acababa de publicar A Lume Spento. Diez años menos que yo. Sobre el escritorio un vaciado de gato egipcio que está en el Metropolitan Museum; en sus marcos de pergamino las fotografías de los emperadores de México, Maximiliano y Carlota. A un lado del escritorio un espejo manchado. En él nos hemos mirado muchas veces. Ella lo llama el espejo mágico de la madrastra Blancanieves. Una foto del supliciado chino junto a un pequeño dibujo de Gironella. Lo demás son libros. Libros que se han reunido muchos de ellos antes de que yo naciera. Las bellas ediciones francesas de Jules Verne y de La nature con los grabados de acero y lo cantos dorados. La belleza de la noche no tiene límites y, además, la noche es la misma para todos los prisioneros y para todos los enfermos. Hay también una fotografía reciente de Ezra Pound. Parece estar mirando cara a cara su muerte. Junto a la cama hay una fotografía enorme de Humphrey Bogart con una copa entre las manos. Creo que es de Casablanca y parece estar diciendo “Play it again, Sam”. Por primera vez me doy cuenta de esa contigüidad entre Ezra Pound y Bogart. Mañana mismo haré quitar la de Bogart y pondré un retrato de Goethe.
He leído varias veces este pasaje, y cada vez me termino por convencer que ese universo que rodea físicamente a Elizondo constituye también un entramado, una especie de cuentahílos por el cual aproximarse al imaginario elizondiano de los años sesenta y setenta. De manera explícita e implícita, ahí está todo, o casi todo lo que inunda su universo en aquellos años: Piranesi condensa la arquitectura romana, la visión catastrofista del mundo y su representación artificiosa; Ezra Pound, la obsesión por la poesía, Oriente y la escritura ideográfica; los emperadores de México en el marco del MET, su afición por el siglo XIX y las opiniones políticamente incorrectas; el espejo manchado, el escenario especular de la calle Odeón en Farabeuf; la fotografía del supliciado chino y la alusión al pintor Gironella, su obsesión por la fotografía, la pintura y la cultura china. Aparecen de igual forma abundantes libros, como los que poblarán después sus interminables ensayos y, en particular, emergen los grabados de La nature, con los que realizó su experimento fílmico Apocalypse 1900. Para cerrar, aunque sea denostada y esté a punto de caer ante la figura de Goethe, una conocida referencia cinematográfica: Humphrey Bogart antes de proferir las palabras “Play it again, Sam”. En esta descripción, realizada a la manera de una toma cinematográfica que captura una cámara de maravillas, van apareciendo la literatura, el cine, los grabados, la poesía y la fotografía.
Elizondo es un escritor prolífico, que se movió libremente por la crítica de cine, la novela, el cuento corto, la poesía y el ensayo. Además, se abocó durante toda su vida a escribir con una disciplina sorprendente en sus diarios, llenando a mano páginas y páginas de cuadernos que, hasta fechas recientes, han comenzado a publicarse. El grafógrafo, concepto inventado por él (y que es el título de un experimento literario que da nombre a uno de sus libros), es tal vez el término que mejor podría aplicarse a su labor. Como dice Dermot Curley desde una posible etimología, el grafógrafo sería una especie de “artesano de los grafos, habilidoso de la escritura”. Esto lo entiendo en sentido literal: Elizondo llenó miles de páginas de diarios y cuadernos, artesanalmente, con su escritura a mano. Grafógrafo, entonces, no es sólo el que escribe, sino también quien realiza una infinidad de trazos evidenciando la gestualidad propia de la escritura manuscrita.
Pero la empresa elizondiana es bastante compleja, y bien vista, revela una serie de preocupaciones que van más allá de la escritura como un campo cerrado. La exploración y tergiversación entre los distintos medios aparece en sus trabajos de los años sesenta como una constante, donde el objetivo es hacer de la literatura una fotografía; del cine, una serie de collages; de las imágenes textos legibles y de los textos, imágenes. En cada caso, se atiende a una subversión de la temporalidad de los medios específicos, y la escritura, en su forma visible y legible, funciona como el motor que echa a andar todo un artilugio plagado de procedimientos hurtados y artificios robados. Su trabajo busca subvertir la noción del texto como una entidad cerrada para explorar los vasos comunicantes y los modos de operación que se pueden establecer entre la escritura y las formas visuales.
Al mismo tiempo, sus obras funcionan como punto de partida para generar una serie de preguntas sobre el campo del arte; particularmente, sobre la visualidad de la escritura y la interacción e hibridación de los medios tradicionales. A lo largo de los años, en textos críticos y novelas, en cuentos cortos y ensayos, en reseñas y obras escritas, pero también en sus dibujos, ejercicios caligráficos, acuarelas, collages y experimentos audiovisuales, Elizondo pone en práctica y juega obsesivamente con creaciones donde se reúnen, confrontan o sintetizan palabras e imágenes. En cierto sentido, su práctica se inscribe en toda una corriente del siglo XX que exploró, contraviniendo la utopía modernista de los medios puros, la generación de un arte bastardo que se contagia y se mueve indistintamente entre las artes, sean éstas visuales, sónicas o verbales.
Años antes de decidir fervientemente que su “profesión unívoca” sería la escritura, el autor de Farabeuf se abocó al estudio de la pintura y se interesó ampliamente por la técnica del montaje utilizada por el cineasta ruso Sergei Eisensetin. Esto lo llevó a estudiar cine y a preguntarse por las posibilidades de aplicar el montaje “a todas las artes”. Al final, el paso del pintor que se vuelca al cine habría de dar un giro de tuerca más, cuando la “certidumbre” por la imagen en movimiento se desplaza y comienza otra vocación, que perdurará, ahora sí, a lo largo de toda una vida: la del escritor. Pero es la de un escritor preocupado por cómo se escribe, por cómo se ve lo que se escribe y por cómo se puede fragmentar, manipular, distorsionar y desdibujar lo que se lee y se ve en el ámbito textual, independientemente de si se trata, como decía, de textos legibles o textos visibles.
Imagen: Letras Libres.
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Esteban King Álvarez es licenciado en Historia y maestro en Historia del Arte por la UNAM. Se desempeñó como curador e investigador en el Museo Universitario del Chopo y actualmente coordina el programa de exhibiciones en Espacio de Arte Contemporáneo (ESPAC).
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