Por Gustavo Cruz / @piriarte | Junio 2015
Hubo un tiempo en que el arte no se podía concebir como distanciado de la vida, de lo cotidiano. Arte era aquello que era útil, que servía a un fin y cuya apreciación era imposible sin esta exterioridad: adorar a una deidad, destruir un muro, vestir un pie. Artista eran el pintor, el ingeniero y el zapatero. Artista y artesano eran lo mismo.
Hoy las cosas son totalmente diferentes. La modernidad, la caída de los dioses tras la toma del poder por parte del discurso racional, ha hecho que arte sea solo aquello que sustenta su existencia en su aislamiento de toda praxis cotidiana. A este aislamiento nos referimos al hablar de la autonomía del arte. En filosofía, lo podemos rastrear al primer momento del juicio de gusto que formula Kant en su tercera crítica, donde adjudica al sujeto la capacidad, al juzgar sobre lo bello, de hacerlo de manera desinteresada, sin importar cómo afecte su vida práctica ese aparecer. Percibir lo bello no puede obedecer ni a necesidades corpóreas inmediatas (hambre, techo, lujuria) ni a constricciones puramente intelectuales, que pretendan subsumir la singularidad de esta aparición a algún universal.
El idealismo alemán posterior haría caso omiso a la restricción kantiana según la cual estos juicios podían hacerse solo con respecto a los objetos de la naturaleza. Para los idealistas, la obra de arte era la fuente única de la cual podían obtenerse los juicios estéticos. Y, enseñándonos a juzgar a través de un proceso que no obedeciera a ninguna coacción, podría educarnos a ejercer la libertad. La autonomía, entonces, es el eslabón que une de manera irremediable la práctica artística con cualquier cosa que entendamos como libertad, y es lo que produce la demanda sobre él a no convertirse nunca en mera mercancía, propaganda o estancada tradición [1]. Y es también el eje fundamental en torno al cual giran los debates más interesantes respecto al cruce entre arte y política. Por un lado, están quienes defienden esta autonomía como única vía política del arte [2], por otro, quienes la atacan y pregonan por una eliminación de la distancia entre el arte y la vida. Sin embargo, Jacques Rancière defiende en su ensayo La estética como política que estas dos actitudes, aparentemente opuestas, son producto del surgimiento del discurso estético que es condición de posibilidad para que en la modernidad las obras de arte puedan ser percibidas en un ámbito ajeno a la cotidianidad: “en efecto, esas dos ‘políticas’ están implicadas en las formas mismas que nos permiten identificar el arte como objeto de una experiencia específica”.
En su libro La sublevación (Surplus, 2014), Franco Berardi, Bifo, describe de manera precisa, y muy pesimista, el panorama político actual del mundo occidental, subsumido a las dinámicas de lo que él llama semiocapitalismo, forma contemporánea del capitalismo que deja de explotar los cuerpos para explotar los intelectos, los afectos y los signos que de ellos se derivan. Con este giro hacia la explotación semiótica, es posible eliminar el referente material de la economía. Hoy los valores monetarios generan de manera desquiciante otros valores monetarios. “La producción de significado y de valor toman forma de partogenosis: los signos ya producen signos sin tener que pasar por la carne”. Los célebres hedge funds, culpables de la gran crisis financiera de 2008, son el ejemplo paradigmático de este proceso [3].
Bifo no puede pensar esta operación sin una automatización del lenguaje por parte del mundo financiero, un mecanismo que subsume cualquier enunciación a las dinámicas financieras. Toda palabra genera posibilidades monetarias, es imposible “decir” sin implicar una transacción mercantil: “la palabra ya no es un factor en la relación de cuerpos afectivos que hablan entre sí, sino un conector de funciones significantes transcodificado por la economía”. En el semiocapitalismo, todo lo que digas será usado en tu contra (o compra).
Carl Schmitt profetizó hace poco más de 80 años en su radical crítica a lo que en filosofía política se conoce como liberalismo [4] el panorama político descrito por Bifo. Aunque bien no imaginó las mutaciones semióticas del capitalismo, su prognosis sobre el sometimiento de lo político al campo de la economía es tan precisa que raya en lo profético. Es por eso que no es baladí voltear a su filosofía política, según la cual lo político es una toma de postura en la que se delinea una distinción clara entre amigos y enemigos, contrario a la idea liberal de que es algo que sucede solo en el dominio de la deliberación racional. Para Schmitt, lo político no tiene sustancia, se trata más de una intensidad que surge en los ámbitos en los que se pone en juego la superviviencia de los modos de vida de una comunidad. Por tanto, hoy que la vida de los menos está completamente subsumida a los dictados de la economía, lo político solo tendrá lugar en la confrontación explícita con el semiocapitalismo.
En 2012, José Antonio Vega Macotela inició su proyecto Time Divisa. Durante 365 días, Macotela intercambió con reclusos del penal de Santa Marta Acatitla tiempo de vida. Él se dedicó a cumplir deseos que a los internos les resultaba imposible realizar debido a su encierro. Los internos, a cambio, seguían las instrucciones que el artista les daba, invirtiendo en estas tareas el tiempo que le llevara al artista cumplir con sus encargos.
Los deseos expresados por los internos eran de naturaleza exclusivamente afectiva, nunca material. Macotela bailó con la madre de un preso, se comió una dona del puesto de un padre de otro, buscó un amor perdido, se emborrachó con viejas amistades, le deseó la muerte a un ser odiado, saludó prostitutas. A cambio, recibió una copia de “El conde de Montecristo” perforado con movimientos producto del tic de un reo, un registro de las respiraciones realizadas durante una hora, ladrillos en los que se labró la frase “así desaparecen”, un mapa del reclusorio a partir de los pasos por las zonas a la que un reo tenía permitido acceder. Le tomó al artista 4 años concluir el proyecto, y los objetos que obtuvo fueron exhibidos como obras.
Resulta sumamente interesante analizar el tipo de transacción ocurrida durante Time divisa. El título hace referencia al viejo axioma capitalista “el tiempo es dinero”, pero lo transforma en una operación de “trueque poético”, en el que la ganancia ya no es monetaria. Los afectos contenidos en lo que los reos comunicaron al artista no son traducidos en dinero, sino es una satisfacción subjetiva imposible de abstraer y subsumir a dinámicas financieras.
Por otro lado, la incidencia en lo cotidiano no cae en la vieja fórmula simplista del arte activista como una herramienta de decoración o acompañamiento de agendas políticas específicas. La vida de los reos, la comunidad con la que el artista colabora, se ve afectada de una manera que no puede ser identificada con la caridad, la instrucción o la mera visibilización. El proyecto de Macotela escapa al chantaje emocional que la elección de una colectividad cuya marginación genere empatía de manera inmediata podría generar, pues nunca es puesta en duda la culpabilidad de los reos con quienes se trabaja. El mesianismo queda descartado.
Lo que sí pone en juego Time divisa es un uso de las posibilidad de acción que la autonomía del arte puede generar como espacio que pone en duda la instrumentalización de los signos que el semiocapitalismo genera para producir valor. A su vez, en el trabajo de Macotela hay un regreso del lenguaje al cuerpo, a los afectos concretos que la abstracción cognitiva había hecho imposible gracias a la automatización del lenguaje. Para Bifo, “la poesía podría iniciar el proceso de reactivación del cuerpo emotivo, y con éste, el de la reactivación de la solidaridad social”. Podemos pensar el trueque poético de Time divisa como esta reactivación. Que el artista haya obtenido becas u obras para exhibir como producto de este trueque es algo que, seguramente, tiene sin cuidado al reo que sin salir de su encierro vio cumplidas metas emocionales que había considerado perdidas. La ganancia subjetiva que la satisfacción de estos deseos implica contradice de manera tajante la ganancia objetiva que caracteriza al capitalismo. El dinero opera a través de abstracciones que vuelven intercambiable cualquier valor singular y subjetivo, abstracciones que hoy implican irremediablemente al lenguaje. Necesitamos alternativas a esta dinámica, siguiendo con Bifo: “necesitamos iniciar un proceso de desautomatización de la palabra, y a la vez un proceso de reactivación de la sensualidad (singularidad de la enunciación, voz) en la esfera de la comunicación en la sociedad”.
Time divisa es un proyecto que vale la pena traer a colación en una discusión sobre arte y política porque no es arte que se resguarde del mundo en su autonomía, pero que tampoco se disuelve en la vida cotidiana para diluirse en activismo llano. En este sentido, puede emparentarse más, gracias a sus paradojas, a lo que Rancière llama un arte crítico, una “confrontación de lo que el mundo es con lo que podría ser”.
[1] De esta noción simple y básica se derivan los tres tipos de autonomía de los que habla Pilar Villela en su texto La forma y el contenido
[2] Esta postura orilla al arte a no salir nunca de una negatividad expresada en sus formas. Una elaboración más extensa de esta postura puede encontrarse en la entrevista que hace Sandra Sánchez al Dr. Gustavo Luna
[3] Un recuento más extenso de estos procesos puede encontrarse en el ensayo ¿Arte fuera de la política? por Aline Hernández
[4] El liberalismo es la corriente de filosofía política que la economía neoliberal defiende. Ofrece soluciones que en la práctica se han demostrado ineficaces al momento de resolver problemas específicos dentro de lo social: libre mercado para la pobreza, democracia partidista para la distribución de lo común. Se muestra ciega de manera sistemática al papel que juegan los afectos, las pasiones en la conformación de comunidad. Es por eso que dentro de los gobiernos liberales es posible encontrar fundamentalismos racistas y religiosos. La crítica al liberalismo puede rastrearse desde Spinoza y Maquiavelo hasta pensadores contemporáneos como Slavoj Zizek, Jacques Rancière y Giorgio Agamben, pasando por Walter Benjamin.
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Gustavo Cruz es egresado de Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Interesado principalmente en el pensamiento en torno al arte y la cultura visual, ha organizado grupos de discusión sobre teoría estética en espacios como la Galería Autónoma de la FAD y Biquini Wax. Actualmente es Editor Adjunto en Editorial Almadía.
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