Arte

Opinión | Underland: archivo disidente


Por Isabel Sonderéguer | Agosto, 2019

Durante la dictadura militar argentina, los relatos individuales, las disidencias sexuales, los movimientos alternos y aquello que pudiera parecer peligroso al orden del régimen permanecía bajo tierra, subterráneo. Lo que los militares intentaron hacer fue esconderlo todo, enterrarlo y mantener por siempre el silencio. Toda resistencia, toda disidencia, era eliminada.

Underland, segunda muestra de La Postal, presentó una serie de revistas, fanzines, videos, libros y producciones gráficas que dan cuenta de los procesos sociales al final de la dictadura. Conjunto que es parte del acervo del Archivo de Culturas Subterráneas, integrado a partir de archivos documentales personales. Documentos que muestran las resistencias y disidencias que se encontraban bajo tierra. Por lo tanto, Underland no parece un nombre gratuito.

La exhibición desplegó otra forma de resistencia, que consiste en crear espacios en los que se permita hablar, en los que se escuche a todas aquellas voces que intentaron ser eliminadas. Los archivos dispuestos hicieron justamente eso: dar voz a lo que había sido callado. Se crea una tensión al conservar objetos que estaban destinados desde un inicio a desaparecer.

Lo que encontramos narrado son las experiencias afectivas de una generación marcada por el terror dictatorial, la tortura y las desapariciones. Las producción creativa joven muestra el deseo de encontrar nuevas formas de enfrentamiento con los sistemas represivos y de control. La escena de arte independiente, la cultura punk y las disidencias sexuales, nos hablan de una explosión de libertad que se declaraba en contra de toda autoridad y en especial de una democracia que parecía para unos pocos.

No olvidemos que al terminar la dictadura vino otro proceso muy duro de olvido forzado, obligatorio. El gobierno parecía más preocupado por enterrar el pasado dictatorial que por la búsqueda de justicia. La dictadura termina en 1983, en ese momento sube al poder el presidente Alfonsín, quien inicia los juicios contra militares involucrados en la dictadura. Desarrolla la idea de que existían tres niveles de responsabilidad. Esto distinguía entre los que daban las órdenes, los que las recibían y aquellos que cometían excesos. Su intención era castigar a los primeros y los terceros, dejando libres a los segundos.

En 1986 se firmó la Ley de Punto Final, que establecía la caducidad de toda acción penal contra los que habían sido considerados responsables de los crímenes de la dictadura que no fuera declarada dentro de los sesenta días siguientes. En 1987, se firma la Ley de Obediencia Debida, que establecía que ningún militar con un rango menor al de coronel podía ser juzgado por terrorismo de estado, ya que habían actuado obedeciendo las normas. Cientos de militares acusados de secuestrar y torturar fueron liberados.

Con el siguiente gobierno, el de Carlos Menem, se acentúa la intención de olvidar, de hacer como que no había pasado nada. En 1989, se otorga el indulto a 227 personas y en 1990 a los jefes de las Juntas: Videla, Massera, Viola y Lambruschini, así como a los generales de los centros clandestinos: Richieri, Suárez Mason y a Martínez de Hoz, Ministro de Economía durante la dictadura.

En este contexto, parece importante reflexionar sobre nuevas formas de hacer memoria, nuevos caminos para resistir a aquellas fuerzas que deseaban borrarlo todo. La historia no es más que un relato que nos contamos a nosotros mismos, que cambia según el orador, que es maleable a intereses personales. Todo aquello que es inenarrable, que está mudo, pero que habla a partir de los silencios, no puede expresarse ni explicarse en la historia oficial. Es necesario voltear hacia la memoria, hacia relatos individuales y específicos, hacia los testimonios.

La memoria se basa en la experiencia vivida, única e intransferible. Es necesaria una dimensión interpretativa para lograr entenderla o resignificarla desde el presente. Gracias a estas cualidades, puede oponerse a la oficialidad de la historia. Aquí la importancia del rescate de acervos documentales personales: recopilar todo aquello que contiene fragmentos de memoria para contar otras historias. Así, el archivo de Underland  se opone a la historia oficial de la dictadura y el contexto postdictatorial.

Los archivos suelen ser lejanos al alcance del público, su acceso se limita por complicados procesos burocráticos o por vitrinas dentro de las exposiciones. Apostando por una activación contraria del archivo, e incluso de la socialización del conocimiento, Underland fue un archivo de consulta. Los materiales estuvieron dispuestos para manipulación y lectura pública, y no como una reificación del objeto.

Incluso cuando en Argentina se instauró un régimen democrático, el entorno permanecía empapado por la dictadura, el exilio y la desaparición. Los fragmentos de memoria aparecían en espacios inesperados, el campo de concentración no se desvanece cuando sales de él. Por ejemplo, el artículo sobre el exilio en una revista Playboy, por un lado líneas sobre aquellas personas expulsadas de su país y en el otro, una mujer desnuda. Por otra parte, la multitud de revistas pornográficas y novelas eróticas nos habla del anhelo de liberar el cuerpo de los instrumentos de control de la dictadura. Si la tortura y los mecanismos represivos se reflejaban en el cuerpo, era justamente desde ahí donde debía hacerse evidente la resistencia. La libertad sexual se convertía en la oposición al gobierno de las Juntas Militares.

En Underland fue visible también el deseo de la ciudadanía por correr y tomar las calles, las plazas o los parques. Los fanzines del movimiento punk sobre fiestas y conciertos o las producciones gráficas de las marchas públicas abren otras formas de oposición y resistencia al régimen. La dictadura militar eliminó el espacio público. Los lugares de convivencia quedaron anulados, vaciados, congelados. Ser visto en grupo podía parecer sospechoso.

La ciudad y su espacio público, en un sentido teórico, se construye a partir de las múltiples experiencias personales de la ciudadanía. Se define a partir de la experiencia de quienes la recorren. «Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares».1 El espacio es un lugar practicado, caminado. La ciudad solo existe si se la habita, las calles aparecen si se las recorre. La ciudad es entonces un proceso viviente, constituido por relatos, experiencias y memorias de sus habitantes. Cuando los militares cancelan el espacio público, eliminan toda posibilidad de construcción y apropiación de la ciudad. Al terminar la dictadura, la juventud intentaba recuperar aquello que era suyo a manera de conciertos, fiestas y marchas.

La historia oficial de las naciones se perpetúa por los documentos que deciden conservar y aquellos que deciden olvidar. «Las relaciones entre archivo y soberanía configuran ante todo el documento en términos de poder instituido, lo entiende a partir de un dispositivo de enunciación donde el valor de la memoria se determina en función del derecho soberano del Estado de clasificar la información de acuerdo a la propia preservación del poder».2 ¿Pero qué pasa cuando se utiliza el mismo medio como resistencia, cuando el archivo es justamente la recolección de memorias o experiencias que se oponen a la oficialidad de la historia? ¿Qué ocurriría si recapitulamos archivos que corrompan los relatos oficiales?

Foto: Terremoto

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1 Barrios, José Luis, Archivo y memoria. El linde del acontecimiento o la reificación afectiva del documento, Seminario Internacional Memoria e Industria Cultural. Imagen – Aceleración – Digitalización”, 28-29 de noviembre de 2007, p. 9

2 Michel De Certeau, La Invención de lo Cotidiano 1, Artes de hacer (Ciudad de México: UIA, 1996), p. 109