Mayo, 2021
En el video Niño en caja (2008), Isaac Olvera y Leo Marz acompañan a un niño de tres años hacia una caja de cartón de más o menos sus mismas dimensiones, le entregan algunos plumones y lo encierran dentro de ella. La pieza podría parecer un juego inocente de no ser porque, después de un conveniente corte de la toma, proceden a golpear y arrojar la caja energéticamente por el espacio de exhibición. Entre jadeos, risas y patadas, uno de los artistas le grita: ¡dibuja! Después de un par de minutos, cuando el cansancio les hace abandonar el objeto de sus esfuerzos y tras otro oportuno corte, el pequeño prisionero empuja las tapas de su contenedor para salir sonriendo, como si hubiera nacido de nuevo y sin ninguna marca de violencia, a recibir el aplauso de la audiencia.
Durante la infancia, la oportunidad de imaginar está determinada por la capacidad para delimitar espacios de libertad creativa. Para ejercer la fantasía sin miedo a que sea interrumpida por enemigos realistas, encerrarse podría parecer la mejor opción. Pero, ¿qué pasa cuando la imaginación se convierte en una exigencia del sistema que demanda sujetos creativos y productivos? O por decirlo de otra manera, ¿qué pasa cuando el arte se convierte en un trabajo? Niño en caja sirve para señalar, con cierto sentido del humor, algunos de los mitos que hermanan la niñez con la práctica artística. A través de una imagen moralmente dudosa, se aborda la tiranía de la industria creativa que exige formas nuevas y dinamizadas, al mismo tiempo que se subraya la tendencia a creer que los artistas son espíritus solitarios que solo necesitan de estudios y materiales para producir.
¿Cuál es el balance necesario entre soledad y compañía para desarrollar una práctica artística? Para Metapong, el dúo artístico integrado por Isaac Olvera y Leo Marz del 2004 al 2009, el espacio común se planteó a través de chats, investigaciones compartidas y juegos que terminaban por configurar las formas finales de su trabajo. Isaac lo dice de la siguiente manera: «trabajábamos juntos y después de cierto rato, nos parecíamos». Esto resulta más evidente en algunas de sus obras como Azúcar en la Vía Láctea (2004), en la que Isaac replicó las fotografías de un viaje de placer hecho por Leo, o en Azucareras (2005), donde fueron duplicando azucareras durante un mes en las cafeterías de cierta cadena conocida en el país, dejando al frasco gemelo como una amable invasión en el cotidiano laboral de meseros y lavaplatos. Para Metapong, la colaboración se resumía en la despersonalización de los actores en el proceso de producción, como si la obra fuera Metapong y las piezas los pretextos para su visibilidad.
Podría parecer que las mecánicas de la producción artística en dueto se dan por terminadas una vez que finaliza el periodo de dicha coautoría. Las retóricas de la pareja han servido para explicar una gran cantidad de colaboraciones en la historia del arte reciente y sin embargo rara vez contemplan el futuro de la separación, las implicaciones del divorcio de un quehacer, la sugerente soledad desviada. Para Isaac Olvera, culminar Metapong significó una oportunidad para reevaluar su mirada y el lugar del narrador en la creación de los distintos proyectos en los que se vio involucrado.
Para 24 títulos, presentada por primera vez en Londres en el 2011 y después en la Ciudad de México en el 2016, Isaac Olvera decidió grabar las protestas por los derechos de salud y educación pública en el Reino Unido. Este ejercicio, que podría ser considerado documental, adquiere una carga performática importante una vez que la audiencia registra los movimientos de cámara. Algunos de los signos que el espectador puede notar son la insistente atención a los detalles del rostro de los muchachos y una ligera caída por el cuerpo de estos sujetos hasta llegar, discretamente, al bulto. Dicha forma de ver representa una contribución a la discusión de las imágenes en movimiento y al papel de la mirada homoerótica en el inventario de representaciones militantes. ¿Acaso la mirada vaga y profana desarticula la seriedad de la protesta? ¿Puede integrarse el movimiento de unos ojos como los míos a un quehacer artístico con consigna? La lista de títulos que acompaña a este trabajo, uno para cada hora del día, ofrece algunas claves para desvanecer las fronteras entre la documentación, la performatividad y la escritura de ficción. Imaginary Gang-Bang a las ocho, Gay Aesthetics for Children a las dos, y Nada personal a las cuatro de la mañana, dan claras señales de dobles intenciones mientras que The Aesthetics of Protest, Mute Camera o El intruso establecen las repercusiones políticas y estéticas del ejercicio.
En otra de sus acciones en México, Helminto (2013), Isaac aprovechó la narración en voz alta para compartir el testimonio ficticio de un bibliotecario —un personaje problemático, con un pie en la escritura y otro en la lectura casi obsesiva de sus entornos— en una escena enrarecida. El banco desde el cual Isaac leía un texto impreso contaba con patas extraordinariamente largas, de tal manera que debía permanecer encorvado, casi pegado al techo. Mientras realizaba la lectura, Isaac rozaba con un cuchillo, atado a una vara, el extremo de una sábana colgada al cielorraso que guardaba una gran cantidad de objetos. El peligro de que las cosas cayeran sobre los oyentes colaboraba a que se produjera una tensión entre la pasividad de los lectores y la ansiosa posibilidad de que se convirtieran en partícipes del performance una vez que se desencadenaran los accidentes. El problema de que lo leído se vuelva realidad o de que la escritura tome control de la vida —un problema tan propio de quienes se involucran en la autoficción— comienza a aparecer en la obra de Isaac de nuevas e inesperadas maneras.
Durante sus trayectos por el transporte público de la Ciudad de México, Isaac comenzó a toparse con otro artista peculiar: Edgar Poeta. Este autor y declamador callejero despertó su atención por su elocuencia, valentía escénica y una aparente intención de ser sublime sin interrupción —aspectos que para un artista que utiliza la palabra en voz alta y la literatura deben parecer importantes. Tiempo después de conocerse, conversar y compartir algunos hechos de vida, Isaac y Edgar se perdieron la pista como sucede con muchos otros encuentros fortuitos en la megalópolis. El proyecto ¿Vendrás cuando leas que te busco, Edgar Poeta? (2016) se presentó en el muca-Roma con la intención de recuperar dicho lazo y proponer una premisa importante que cuestiona la supuesta generalidad del público, el beneficio social de las exhibiciones en museos y la particularidad de las obras: ¿es posible una práctica artística que considera como público a una sola persona?
Una serie de epístolas, instaladas en el museo y publicadas en medios impresos de amplia circulación y bajo costo, permitieron que Edgar Poeta se acercara a la institución. El argumento de este proyecto no se reduce solamente a la inversión de los escalones de prestigio que separan el arte actual de la producción cultural vernácula, sino que también distingue los lugares de enunciación que puede tener un lector en la ciudad, su relación con un ecosistema más grande de referencias y la sugerencia de cierta tradición de relaciones afectivas y sensuales entre autores del mismo sexo que no necesariamente se llaman homosexuales.
Es precisamente ese coqueteo, una especie de secreto a voces, el que llevó a Isaac a travestirse por primera vez. Natasha (2017-a la fecha) se origina en el interés de Edgar Poeta por un poema dedicado a Natasha Fuentes Lemus —hija fallecida del escritor mexicano Carlos Fuentes— escrito por su última pareja sentimental. Desde una postura ambigua pero integrada a su ética artística, Isaac se puso tacones, un vestido negro y una peluca para personificar la figura de Natasha y reunirse con Edgar Poeta durante la lectura del poema en una relación que diluye los límites de la seducción y la co-creación.
Es importante aclarar, que aunque exista una conciencia plena sobre la performatividad implícita en el proyecto sobre Natasha, el artista ha decidido explicar su metodología como una reanimación. Es decir, durante las acciones, es Isaac quien presta su cuerpo al espíritu de Natasha y es ella la que interactúa con los públicos y las circunstancias a las que Isaac la enfrenta, lo que nos lleva a preguntarnos por las áreas grises de la posesión: ¿cuál es la frontera entre los cuerpos y voces que se representan? o, ¿dónde comienza y termina el trabajo de ficción? Inevitablemente, la cercanía de este proyecto con la comunidad cultural le ha acarreado un tipo de censura que ha comenzado a significar el proyecto. Las estrategias discretas, veladas y subversivas de esta propuesta forman parte de un lenguaje construido colectivamente y ampliamente conocido por la subjetividad cuir. Si es que no existe una difusión transparente de sus acciones es, precisamente, porque un lenguaje complejo basado en la honestidad del deseo todavía no ha sido aceptado por la intelectualidad dominante, el mercado o la propaganda política.
Para su más reciente proyecto Ojos de garganta (2020), alojado en el Museo Experimental El Eco y en una nueva versión exhibida y grabada en Museo Jumex durante los meses de aislamiento, Isaac Olvera recuperó sus más recientes experiencias centradas en personajes narrados en un diario que comparte con una amiga desde el año 2016. Tomando como vehículo para sus relatos las cajetillas de cigarros que ha encontrado en las calles —pintadas de tal manera que solo se asoman las partes del cuerpo advertidas como víctimas del acto de fumar— se ha valido de diferentes estrategias de interacción corporal con el público para permitir que otras presencias, que no se expresan con tanta claridad, pululen en el espacio expositivo y transmitan sus intenciones o las de los relatos azarosos que encuentran. Esta nueva colaboración, que se caracteriza por el uso de las cajetillas como anteojos por Isaac, explora nuevas posibilidades corporales una vez que se enfrenta a la interacción con el público, naturalmente incómodo ante el tacto obligado y determinado de los personajes invocados. Aún así, queda la duda de si quien participa de estas exploraciones corporales indiscretas —y en cierto grado animales— lo hace por el simple consenso con las normas de participación e interpretación que promueven los contextos artísticos, o si es la fascinación por la oportunidad de conversar con una criatura desconocida la que los lleva a aceptar estas pautas.
Las razones por las que Isaac Olvera genera sus proyectos son tan diversas como las historias que hospedan, pero eso no significa que sean arbitrarios sino que cada relato demanda diferentes medios y sujetos para ser contado. Cada pequeña historia nace del proceso de vivir las experiencias, para luego narrarlas y volver a vivir en ellas. En ese sentido, sus obras son potentes y promueven combinaciones que interpelan al conservadurismo de las historias fijas que acaso se quedan cada día más sin lectores.
Foto de portada: Ojos de Garganta. Escenario social en Museo Jumex, 2020. Foto: Abigail Enzaldo y Emilio García | Cortesía del artista.
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