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Rumbo al III Conversatorio | La forma y el contenido, por Pilar Villela


Por Pilar Villela | Mayo, 2015

Hace unas cuantas semanas, y en el contexto de una conversación informal, plantee una pregunta acerca del manido tema de lo político en el arte: ¿Hasta qué punto —en nuestras circunstancias— incluir “lo político” como tema de la obra es, de hecho, una forma de despolitización?

El debate es viejo y las autoridades que se han ocupado de él son muchas. Sin embargo, y como esto no es tesis de doctorado, en estas líneas voy a omitir intencionalmente las referencias a un autor u otro.

No hago eso porque crea que hay un exceso de teoría en el arte contemporáneo, sino porque me parece que, en ciertas circunstancias, aludir a un corpus teórico por el nombre de su autor o por alguna cita sacada de contexto deja de funcionar como una abreviatura y pasa a ser un recurso retórico, una falacia basada en un argumento de autoridad (no importa que tan delirante sea lo que decimos: si incluye citas de Adorno, Ranciére, Deleuze, Gramsci o Norberto Rivera tiene que ser verdad).

Me explico: no creo que el uso de terminología especializada y construcciones teóricas elaboradas implique un fraude, pero sí me parece que, además de impedir el diálogo con gente que no comparte las mismas referencias que el que escribe, su uso en ciertos contextos lleva, con mucha facilidad, a una gran pobreza argumental: elaborar teorías requiere cierta extensión y sentar cátedra, un aula.

Finalmente, quiero aclarar que yo no tengo una respuesta definitiva a esa pregunta y que creo que, por el momento, las que ofrecen todas esas teorías que no voy a mencionar son insuficientes.

Por otra parte y, en un tono optimista, que quizá debería dejar para el final, creo que la respuesta es algo que no se va a dar ni en una obra, ni en una teoría, ni en una conversación (de hecho, desconfiaría profundamente de la obra, teoría o la conversación que postulara lo contrario), sino a partir de la suma de muchas obras, teorías y conversaciones que, según las circunstancias, vayan ofreciendo respuestas parciales, más o menos efectivas para un momento y un contexto dados.

Es precisamente porque tengo más dudas que respuestas que lo que haré aquí será simplemente profundizar sobre la naturaleza de mi pregunta.

Es obvio que definir arte y definir política nos meterían en un brete del que no vamos a salir en tres cuartillas, pero dado que para acotar la pregunta es inevitable una definición parcial voy a empezar por ahí, a sabiendas de que mis “definiciones” serán pobres e incompletas. Aquí entiendo por política aquello que se refiere a nuestras formas de organización efectivas y por arte a una forma específica de producción simbólica (moderna y occidental).

Entonces, la lógica que enmarca mi pregunta es la siguiente: ¿hasta qué punto esta forma de producción simbólica (el arte) tiene la capacidad de incidir en nuestras formas de organización?

Por supuesto, toda simplificación es parcial y justo por eso ni la teoría, ni la crítica son baladíes. No se trata de que sean universales u ofrezcan verdades absolutas, sino de que, al intentar enunciar el lugar desde el que se plantean y las limitantes que las acotan, tienen una complejidad que invita al diálogo en vez de clausurarlo.

En ese tenor, tengo que señalar una de las omisiones más grandes en la pregunta que acabo de formular: dar por hecho la palabra “nuestras” o sea hablar de un “nosotros” cuya definición resulta central en términos de política.

Para apuntar a la trampa del “nosotros” recurro a otro gesto tan tramposo como la simplificación: el ejemplo. Supongamos que un artista, como tal, trabaja con una “comunidad”. Digamos que su trabajo tiene la forma de “educación como arte” y, en concreto, consiste en dar un taller. Luego, el artista expone el resultado final de su taller en un museo o en algún otro foro destinado a la cultura, ya sea a guisa de objeto (una obra terminada), de documento (destinado a probar que se llevó a cabo tal o cual actividad) o de espectáculo (participativo o no).

Al confrontar la pregunta con un caso particular vemos que ésta esconde diversos nosotros diferentes. Por mencionar a los más conspicuos aquí hay cuatro “nosotros”: el de “los artistas, el de “la comunidad”, el de “la institución- museo, festival o kermés” y el “del público”. El problema es que, aquí y ahora, el procedimiento mismo está fundado en esa división como una de sus condiciones: si un artista puede dar un taller a una “comunidad”, considerar que eso es su obra y exponerlo ante un público en un tipo de foro u otro, es justo porque esa división existe antes que la obra, digamos como su “materia prima”.

En el mejor de los casos, el artista —o la institución que lo ayuda a producir y difundir su obra— utilizará la división misma como el material de la obra, es decir como parte de su forma; en el peor —y, desafortunadamente, ese suele ser el caso— la utilizará como tema, dejando intacta la división con un gesto que le permite incluir y excluir simultáneamente a alguno de los “nosotros” y, al hacerlo, trocar la pregunta de “¿quiénes somos nosotros?” por una afirmación.

Digamos, para ser más específicos, que el artista le dio un taller de gráfica a los niños de San Cirindango el Alto (y se encargó de exponer los grabados), convocó a las señoras de la tercera edad que asisten al Dispensario de las Hermanas del Divino Verbo para que compartieran fotos de cómo eran los pachangones de su juventud (y expuso fotos, pero de las sesiones) u organizó unas clases de danza folklórica para empoderar a una comunidad indígena coadyuvando a la apreciación de sus propias micro-narrativas.

En todos esos casos, el “nosotros” dividido se presenta como algo exterior a la obra, algo que ésta subsana creando una ilusión de conciliación en la medida en que incluye al artista, a la institución y al público en un “nosotros” que se funda en la posición que ocupa cada cual en relación al excluido (aquel a quien hay que incluir).

De todos los argumentos que se han presentado en contra de este tipo de obra quizás el más pobre (y anacrónico) sea aquel que apunta a la “pobreza estética” de sus productos, pues considera que la ‘forma’ de una obra se limita al arreglo sensible de sus partes. De los que se han presentado a favor, el más productivo y el que tiene una historia más venerable, es aquel que señala que en tanto que lo artístico implica ya una excepcionalidad, ésta le permite funcionar como un campo de pruebas. En otras palabras es aquél que se refiere a la autonomía del arte.

Aunque estos dos argumentos también han sido formulados, esta autonomía no necesariamente se refiere a 1) la independencia del arte en relación a los requisitos de cierto tipo de instituciones o 2) de una lógica instrumental.

Es verdad que algunas cosas se vuelven posibles en términos prácticos porque algo es una obra de arte (desde la interacción entre diferentes disciplinas, hasta ciertos actos que —en otros contextos— serían simple y sencillamente ilícitos); así como es cierto que, según su ideal burgués y romántico, el arte no tendría por qué probar su eficacia (todo el mundo defiende la “libertad de expresión” en abstracto; pocos señalan que criterios benévolos como “el patrocinador”, “la taquilla” o “el sector de la población que se beneficia” la coartan), pero aquí me interesa referirme a un tercer tipo de autonomía.

Esta autonomía es la que con frecuencia queda oculta por el uso del adjetivo “artístico” como negación. El patinaje artístico no es sólo patinaje, el quehacer artístico no es sólo el quehacer, es algo más o algo menos, algo que está a parte. Si ese estar a parte no proviene simplemente de cierto arreglo sensible (de lo bello, por ejemplo) podemos suponer que implica otras particularidades. Aquí, dependiendo de cada quién, estas particularidades pueden incluir: el apego a ciertas convenciones; la pertenencia a determinada narrativa histórica; una forma específica de fruición o lectura (es decir, de recepción); la circulación por ciertos canales de distribución, etc. Pero sea como fuere, todas estas ideas de lo que sí es el arte pasan por señalar que no es alguna otra cosa. Es por eso que aquel arte que se plantea en relación a ideales de progreso o de un programa político de corte utópico (teleológico o mesiánico) se enfrenta siempre al horizonte de su propia disolución: en una sociedad perfecta o en el cielo, el arte no tendría lugar.

A menos de que estemos convencidos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, esta sociedad dista mucho de ser perfecta. Con todos sus defectos, el arte no parece haber fenecido, ni abolido su(s) particularidad(es). Su existencia todavía se funda sobre este “estar a parte”, su no-ser tal o cual cosa. Podríamos decir que, al postular lo político como su tema – y su virtud- por vía de la negación de esta excepcionalidad y permutarla por otra que se deriva de su propósito de cambiar el funcionamiento de la sociedad e incidir, efectivamente, en nuestras formas de organización (eso sí, con mucha ‘creatividad’) este arte se vuelve impotente por partida doble. Por una parte, renuncia a lo que puede hacer como potencial, es decir como aquello que no es aún o del todo una cosa u otra; por la otra, al seguir constreñido por todo eso que no-es, resulta particularmente ineficiente para sus fines.

Quiero terminar con tres precisiones. En primer lugar quiero aclarar algo que podría parecer un juicio de valor acerca de un “tipo” de obra (¿un género? ¿una corriente? ¿un ismo?): no creo que todo el arte de tema político sea mal arte, empezando por que no creo que haya un arte apolítico (en otras palabras, porque pienso que a la autonomía corresponde una heteronomía) y terminando porque, a estas alturas, me parece que juzgar una obra por su tema (ya sea de manera positiva o negativa) sería una especie de curiosidad decimonónica delirante. Aún cuando sea así, este juicio se ejerce al grado de determinar, por ejemplo, la programación de todo un museo: En este changarro preferimos la pintura histórica o de tema grecorromano, porque es más artística y ajúa. El criterio es el criterio.

En segundo lugar y esperando que nadie se haya encandilado con el ejemplo (que no es más que eso, un ejemplo) creo que la discusión no se limita a la educación como arte, ni a eso que en la década pasada le decíamos “arte relacional”, sino que le da cabida a muchos debates que aquí he obviado por razones de extensión: está por ejemplo el arte como propaganda (desde hacer publicidad intervenida, hasta usar los museos como foros de difusión de ideas o dedicarse a hacer mantas y carros alegóricos para las marchas) o la crítica institucional o el arte/vida con su idea de que lo personal es político o muchas otras prácticas que, en los dos últimos siglos, han conformado la idea del vínculo que se discute aquí.

Finalmente quiero aclarar que estoy tomando una postura definida con la intención de abrir un diálogo y que intento que mi trabajo en relación al arte sea coherente con está última.

Esta postura empieza por asumir la tautología de que el arte es arte (con sus condiciones particulares, sus formas de producción, sus canales de distribución, sus instituciones, sus rituales, sus oscuras formas de financiamiento, sus compromisos con poderes siniestros, etc.) y continúa por afirmar que es desde ahí desde donde se puede realizar cualquier posicionamiento de la obra (o de la organización de exposiciones o del seminario teórico o de la chamba que salga en la semana).

Por otra parte —y ajena por desgracia al genio, al duende y a toda otra forma de inspiración ultraterrena— me gusta pensar en la posibilidad de que comparto ciertas condiciones y puntos de vista con ciertos trabajadores del gremio, así como comparto otros con “las mujeres”, “los ciudadanos de la República Mexicana”, “el tipo de gente a la que le dicen ‘güero’”, “los universitarios sin empleo fijo”, “los que tienen cuenta de banco”, “los que no tienen carro”, “las señoras que dan clases por dinero”, etc.

Como a la hora de salirnos del museo e ir por tortillas, a los trabajadores del gremio nos suele costar mucho organizarnos como tales —sobre todo si se trata de causas que exceden nuestros intereses gremiales— prefiero vivir mi vida (en la que está mi participación política) separada de esas engañosas investiduras mesiánicas que podría ofrecerme la profesión que, malamente, elegí. Por supuesto, en el diálogo con los colegas está la esperanza de que en algún momento, para alguna causa, y ahí sí “como artista” pueda yo —y no mi obra— sumarme a algún frente en común.

Foto: notimex.

*Con el fin de enriquecer la discusión del Conversatorio III: “La posibilidad de lo político en el arte contemporáneo” se sugiere leer:

Entrevista a Gustavo Luna / Sobre arte, política y estética 

¿Arte fuera de la politica? por Aline Hernández

La crítica de lo político frente a la crítica de lo moral, por Sandra Sánchez