Por Rodrigo Bonillas / @RodrigoGarBon
La República de Weimar (1919-1933) fue pródiga en expresiones artísticas. Ahí pertenecen el expresionismo y la Bauhaus, Metrópolis y Berlín Alexanderplatz. A esta época alemana corresponden también otros fenómenos de entreguerras: en Rusia, la erección del aparato soviético; en Estados Unidos, la febril vibración de los años veinte, antes de la Gran Crisis. Eran años politizados como pocas veces en la historia moderna. A la par de estos movimientos con ideologías encontradas, en varios rincones de Europa se criaban los fascismos. La década siguiente todo el mundo volvería a la batalla. De estos fenómenos no hubo ninguno —propaganda comunista, fascista y democrática, o publicidad capitalista— que no fuera tocado por el fotomontaje.
El fotomontaje de los años veinte hunde sus raíces en las teorías sobre montaje cinematográfico y en las posibilidades técnicas de la fotografía y la impresión, desarrolladas en las primeras décadas del siglo pasado. Además, la tipografía adquiere plena propagación por medios comerciales o por medios artísticos (piénsese en Dadá, en la misma Bauhaus, dos potentes surtidores de la estética que sellará los años veinte), y une fuerzas con el fotomontaje. Entre estos y otros vectores, e impulsado por el repudio a la pintura mimética, el fotomontaje tendrá su auge. La selección de imágenes fotográficas, que poseían toda la “fuerza de convicción” de lo documental por su “exactitud” y “fidelidad”,[1] logrará potencia gracias a una ingeniosa arte combinatoria.[2]
Tres son las vertientes principales por donde el fotomontaje corrió hasta su descenso: la publicidad, la propaganda política y la invención libre. En los dos primeros casos, el fotomontaje lograba una aplicación práctica, que redundaba en su aparición como canal de dos de los poderes más fuertes en la sociedad: la política y el mercado.
En el tercero, los artistas encontraban un medio para reunir, a partir de esos fragmentos de realidad discontinuos y a la vez yuxtapuestos, una ficción a veces fantástica. El creador arrojaba golpes visuales, en los que su imaginación, como en los sueños, ensamblaba un concepto vigoroso, el cual, dependiendo de la pericia del autor, podía llegar a ser electrizante.
El paso entre estos modos del fotomontaje fue continuo. El ruso Aleksádr Ródchenko lo mismo se puso al servicio de una marca de relojes que a la propaganda soviética, e ilustró, a su vez, un poema de Vladímir Maiakovski. El alemán John Heartfield, uno de los mejores autores de esta técnica, perteneció a los dadaístas y lanzó diatribas visuales contra Hitler. Otros, como László Moholy-Nagy o El Lissitzky, fueron activistas políticos y participaron en la Bauhaus, el constructivismo y, en el caso de Lissitzky, en el grupo holandés De Stijl.
El lenguaje del fotomontaje permeó la educación visual de esa época. Luego, durante la década de los años treinta, se apagaría su inventiva. Hoy queda como recuerdo de una época de gran tensión, donde los campos del arte y de la propaganda combatieron con gran fortuna estética hombro a hombro.
[1] “Foto-montazh”, LEF, Moscú, n. 4, 1924, pp. 43-44.
[2] La información que menciono en estos párrafos fue recogida de ensayos y escritos de diversos autores que integran el libro Fotomontaje de entreguerras (1918-1939) (Madrid, Fundación Juan March, 2012), en especial el ensayo de Adrian Sulhalter, “La autoreflexión del fotomontaje: escribir sobre la técnica y exponerla (1920-1931).
Ambos tienen edición digital aquí.
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