Por Pablo Cordero / @sugarskull12
Recientemente, entraron a casa de un conocido a robar. A él le resultó curioso que, pese a haberle despojado de muchos objetos de valor, los criminales no se llevaron uno solo de los CDs de su grande y preciada colección. No creo que los ladrones (que, intuyo, deben haber sido personas muy jóvenes) no hayan visto nunca un disco compacto en su vida, más estos objetos han perdido a los ojos de la sociedad actual gran parte de su valor simbólico, aún así su precio monetario aumenta constantemente.
Estudiar la colección de CDs de una persona fue durante un par de décadas una de las maneras más claras y sucintas de saber cómo ellos se veían a sí mismos y se situaban frente a su contexto sociocultural. Y no se trataba sólo de los artistas que la persona en cuestión escuchara; ¿qué tan grande era la colección?, ¿estaba cuidadosamente ordenada, o era un tiradero aleatorio de discos?, ¿qué proporción de discos originales a piratas contenía? Conocer la respuesta a estas preguntas nos ofrecía un vistazo a diversos aspectos de la personalidad de alguien.
Hoy en día, es necesario empezar preguntando si la persona en cuestión tiene siquiera una colección, ya que un número creciente de jóvenes no poseen ni un disco en formato físico. Existen otras maneras de conocer la música que escucha el otro, claro. ¿Cuántos no hemos echado un vistazo a la lista de canciones en el iPod de alguna persona que nos interesa conocer mejor? Sin embargo, una lista de miles de mp3 en la computadora no posee el mismo potencial para impresionar al interlocutor que una colección amorosamente cuidada de discos.
Al crecer exponencialmente la distribución y consumo de la música a través de internet, el poseer un disco es visto cada vez más como un lujo anticuado y un tanto romántico. Pero así como muchos sienten una especie de orgullo en el hecho de que no han gastado un centavo en música desde hace años, para un número considerable de audiófilos el soporte físico de su música sigue siendo esencial. El formato por el que se decantan es una cuestión de gran importancia para estas personas.
El número de CDs vendidos en el mundo se desploma (en el año 2000 se vendieron 730 millones, contra 223 millones en 2011), y otros formatos digitales de alta resolución (Super-Audio CD, Blu-ray Audio) luchan por conseguir el favor de los audiófilos. Pero si un formato ha logrado crecer en últimos años, es un viejo conocido, el disco de vinilo. En muchas ciudades de Estados Unidos y Europa las tiendas de CDs han desaparecido, mientras que los establecimientos de discos de vinilo se han convertido en negocios rentables cuya popularidad, sin ser masiva, está en constante crecimiento.
Quienes consumen vinilos afirman que los formatos análogos poseen una calidad de audio superior a los digitales. Esta percepción, sin embargo, es subjetiva. Es cierto que los discos de vinilo poseen un rango dinámico mayor a un CD, pues la compresión inherente en la conversión al formato digital reduce la diferencia entre las partes suaves y las fuertes de una canción. Sin embargo, el vinilo introduce también coloraturas tonales a las grabaciones que no están presentes de origen, y aunque éstas resulten agradables para los oídos de muchos, no dejan de ser distorsiones a la intención original de la grabación, mientras que los CDs ofrecen una representación más fiel de la misma.
Otro aspecto a considerar es el tamaño físico de los discos. Un vinilo de 12 pulgadas permite exhibir el arte y elementos visuales que acompañan al contenido musical en un formato más grande y atractivo. Para muchos, un disco de vinilo es un objeto bello que representa físicamente el valor inherente en la música que nos conmueve. Como indica el crítico Tim Jonze en The Guardian, muchos aficionados a la música compran vinilos que después nunca escuchan, prefiriendo bajar mp3 que resultan más prácticos y convenientes, aún si su fidelidad sonora es reducida.
Se ha vuelto un lugar común decir que los verdaderos amantes de la música deben adquirirla en un soporte físico, pero es necesario considerar otros aspectos: ¿hasta qué punto la compra de vinilos se deriva de una apreciación real de la calidad del sonido, y cuándo se convierte en una fetichización de la música, haciendo del disco un objeto esnobista sin un uso real? Pagar por la música que consumimos es algo noble, como apoyar a los artistas que enriquecen nuestra vida con su trabajo. Pero la idea de un disco que es adquirido para nunca ser escuchado me resulta profundamente triste.
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