Enero, 2021
Este es un recuento que demuestra la multiplicidad de sentidos y fines que pueden adquirir los objetos más allá de las intenciones originales de sus creadores. Es evidencia de su potencia. En esta ocasión, se hace mención a un conjunto de más de tres mil piezas de cerámica que salieron a luz alrededor de 1944 en Acámbaro, Guanajuato –una comunidad mejor conocida por su pan dulce.
Cuenta la leyenda que un día de julio de 1944 Waldemar Julsrud –un migrante alemán que generalmente es calificado como antropólogo aunque en realidad era un exitoso comerciante– se topó con una pieza de cerámica semienterrada al pie del Cerro del Toro, cerca de Acámbaro. Al extraerla y observarla, encontró ciertas similitudes formales con los vestigios arqueológicos encontrados frecuentemente en la zona, relacionados con la cultura preclásica de Chupícuaro. No obstante, el espécimen también era totalmente distinto. El objeto representaba lo que parecía ser un dinosaurio en un estrecho vínculo con otra figura de apariencia humana, como si el prehistórico reptil fuera casi un animal doméstico. Ante este hallazgo, Julsrud contrató a un ayudante, Odilón Trujillo, para buscar más vestigios. Juntos lograron amasar un conjunto de más de tres mil cerámicas que además de hombres y dinosaurios representaban suertes de animales o seres fantásticos así como figuras humanas que parecían relacionarse con distintas culturas del mundo.
Durante la década de los cuarenta del siglo pasado, la cerámica de las culturas de occidente (entre las que se encuentra Chupícuaro) gozó de un creciente interés antropológico y arqueológico, se popularizó como parte de una cultura visual moderna y se dinamizó su coleccionismo institucional y privado, tanto en el país como extranjero. Este es parte del contexto del hallazgo de las cerámicas de Acámbaro y de la transformación de Julsrud de comerciante a arqueólogo.
Desde 1945 aparecieron múltiples notas en la prensa de Acámbaro, del estado de Guanajuato y en periódicos nacionales sobre este inusual descubrimiento. Aunque estas reseñas y primeras fotografías impresas de las piezas escavadas catapultaron la imaginación de algunos, entre los antropólogos mexicanos gozaron de escepticismo. Y es que, como se mencionó, la década de los cuarenta fue de un pronunciado interés científico en las culturas de esa región. Su estudio, por decirlo de alguna manera, se especializó. Solo para dar un ejemplo, se dejó de emplear el término Tarasco para referirse a las distintas culturas de la zona y se optó por un estudio por grupos culturales específicos que poblaron el Occidente de México. Los arqueólogos que trabajaban en la zona gozaban de un nuevo aparato crítico para desconfiar, de entrada, de las cerámicas del Julsrud. Aun así, y en cierta medida respondiendo a la mediatización del hallazgo, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) inició una investigación de las piezas a inicios de los cincuenta con el fin de validar su autenticidad.
Y es que hay ciertos elementos de las piezas de Julsrud que se relacionan con el arte y la cultura material de las culturas de occidente, mismas que entre ellas comparten algunos rasgos comunes. Uno de estos es la factura de piezas de cerámica. Además de representar figuras humanas, escenas de vida cotidiana, arquitectura y animales (como los famosos perritos de la cultura de Colima), estas cerámicas también dan forma a seres y animales de apariencia fantástica (especies de sirenas por ejemplo) o ensambles (como un torso humano con piernas en forma de serpiente) que algunos críticos del siglo XX –como Salvador Toscano o Paul Westheim– llegaron a calificar como surrealistas.
Los mismos críticos de esta estética prehispánica también llegaron a comparar algunas cerámicas antiguas con la caricatura, debido a sus soluciones imaginativas. Algunas piezas descubiertas por Julsrud podrían entrar en este categoría «fantástica» de cerámica mientras que otros objetos de su colección, de hecho, presentan algunas características formales (como el alargamiento de ojos) recurrentes en la cerámica de occidente. Sin embargo, la presencia de dinosaurios no encajaba en esta categoría asociada en seres fantásticos y desestimaba todo el conjunto como evidencia arqueológica. Además, prácticamente todas las cerámicas de Acámbaro carecían de pintura o algún tipo de esmaltado. En cambio, las piezas arqueológicas asociadas a la cultura de Chupícuaro se caracterizan por contar regularmente con patrones geométricos policromados pintados sobre estatuillas figurativas o utensilios cotidianos.
A inicios de los años cincuenta, la noticia sobre las figuras de Acámbaro empezó a circular en Estados Unidos. Ante el desinterés de la antropología institucional de México, Julsrud se transformó en arqueólogo y escribió un folleto de divulgación científica sobre su colección, Enigmas del pasado (1947), que llegó a manos de varios lectores estadounidenses, algunos de ellos adherentes a ideas sobre creacionismo, otros relacionados con el periodismo de tabloides. Para los primeros, la presencia de dinosaurios refutaba la idea de evolución ya que demostraba la existencia del ser humano desde el mesozoico o una existencia reciente del planeta. Para los segundos, era tan solo material para vender notas sensacionalistas.
La combinación de ambas perspectivas, para un sector asociado a la investigación científica, resultó un coctel explosivo. Reaccionando a estas primeras notas de divulgación de especulación creacionista o sensacionalismo, que circularon en periódicos como Los Angeles Times, el antropólogo Charles C. Di Peso decidió viajar a Acámbaro en 1953. En ese entonces Di Peso era el director del Amerid Foundation en Arizona, un museo y centro de estudios sobre culturas indígenas del continente americano. Además, Di Peso era un especialista en cerámica antigua debido a sus pioneras investigaciones sobre Paquimé.
Di Peso redactó dos reportes finales de su investigación. El segundo era correctivo y refutaba de manera contundente algunas observaciones de sus primeros resultados que pudieran dar pie a que se creyera en la posible autenticidad de las piezas. Su dictamen final es definitivo sobre la falsedad de los objetos. Además de la falta de policromía, reconoce la carencia de patina, daños o erosión. Dentro de una lógica estratigráfica comprueba que todas las piezas se encontraron enterradas tan solo a unos metros de profundidad y, más o menos, en conjuntos. Finalmente, Di Peso reportó que se entrevistó con una familia local que confesó participar en la producción de las piezas, mismas que manufacturaron a lo largo de varios de años, recibiendo como pago un peso por figura. Detractores del reporte final del Amerind Foundation argumentaban la falta de claridad por parte de su autor al redactar dos documentos, hecho que dio pie a dudas o conjeturas. Julsrud siempre rechazó los resultados obtenidos por Di Peso. Al poco tiempo, en 1955, el INAH también redactaría su informe final sobre las figuras de Acámbaro llegando a las mismas conclusiones que el director del Amerid Foundation.
No obstante, también en 1955, Julsrud encontró un aliado en el historiador, egresado de Harvard, Charles Hapgood. Ese año, Hapgood visitó Acámbaro gracias el financiamiento del inventor y filántropo Arthur M. Young. El resultado de su investigación fue un documento en el que afirmaba la autenticidad de la colección de Julsrud. No está de más mencionar que Hapgood era un historiador poco convencional que sostenía ciertas teorías pseudocientíficas sobre el catastrofismo geológico. Más importante aún, postulaba distintas hipótesis sobre la extinción de los dinosaurios. En este sentido, su interés en las figuras de Acámbaro sumaba a sus argumentos especulativos y, sin duda, justificó su motivación para involucrarse, por un largo tiempo, con el estudio de esta colección. El reporte de Hapgood se transformó en su libro Mystery in Acambaro publicado en 1973.
Vale la pena mencionar, brevemente, que Hapwood viajó a Acámbaro con el abogado Erle Stanley Gardner, quien también era un conocido escritor de cuentos y novelas policiacas y de detectives, para que realizara una investigación en paralelo. Desde su óptica, estaría enfocada en certificar, mediante un análisis policiaco-forense, que este suceso no se trataba de una estafa. Gardner también realizó un reporte que validaba la «legalidad» del descubrimiento arqueológico de Julsrud. Posteriormente lo publicó como un capítulo en su libro Host With the Big Hat (1970). Aunque en este texto apela por la legalidad y autenticidad de las piezas es inevitable leerlo como si tratara de una de las ficciones policiales por las que era un reconocido autor.
El entusiasmo de Hapwood por la colección de Julsrud lo llevó a concretar, con el apoyo de Young, una exposición de las figuras de Acámbaro en el Museo de Antropología y Arqueología de la Universidad de Pennsylvania. Este episodio fue revisado por el artista Pablo Helguera en su sobresaliente proyecto del 2010 What in the World? en el que realiza una historia de museología crítica de dicha institución.1 Como Helguera hace notar en el video dedicado a la colección de Julsrud (The Disputed Pottery Collection of Waldemar Julsrud) pareciera que los curadores del museo no compartían el punto de vista de Hapwood. Realizando un montaje museográfico, yuxtapusieron las cerámicas de Acámbaro junto a reproducciones de portadas de comics de fantasía o ciencia ficción (del tipo de Amazing Stories) para apuntar al posible origen de las figuras en los productos de la industria cultural y la cultura visual de la primera mitad del siglo XX.
Y es que muchas de estas figuras parecen responder a esta cultura visual de manera contundente. Si algunas cerámicas parecen emular ilustraciones de dinosaurios tomadas de publicaciones de divulgación, otras parecen repetir secuencias de películas como la pionera The Dinosaur and the Missing Link: A Prehistoric Tragedy (1915) en la que «hombres de las cavernas» interactúan con los enormes reptiles. Realizada en animación cuadro por cuadro por Willis O’Brian, esta cinta fue su primer trabajo en el que dio vida a dinosaurios y singulares creaturas mediante esta técnica. Para inicios de los años cuarenta O’Brian había ejecutado casi 10 cortos y películas clásicas de este tipo, entre ellas la memorable El mundo perdido (1925). Una pieza de la colección de Julsrud, utilizada como ilustración en el libro de Hapwood, representa una figura de aspecto antropomorfo de grandes dimensiones que sostiene a una figura humana más pequeña entre sus manos y pareciera que está a punto de devorarla. Es fácil que esta cerámica traiga a la mente otra de las creaturas clásicas creadas por O’Brian: King Kong (1933).
No solo el temprano cine de animación pudo haber sido una influencia. Como Avi Davis ha referido, algunas creaturas de cerámica de la colección de Julsrud se asemejan a ilustraciones de seres fantásticos presentes en comics nacionales de la época, las «historietas» conocidas como Pepines.2 Una de estas publicaciones de bolsillo podría ser Wama, publicada desde 1944. Wama o «el hijo de la luna» era un héroe confeccionado a la manera de Tarzán que vivía en un mundo salvaje poblado de dinosaurios y animales míticos como el Yeti.
Además de estas referencias a una nueva cultura visual, en diálogo con una naciente industria cultural transnacional, se debe de considerar la factura de muchas de estas piezas con soluciones simplificadas que se asemejan al trabajo artesanal en cerámica de esa época y que era común en la factura de nacimientos o belenes. En la colección de Julsrud, el elefante o el camello usado por los reyes magos son tratados como un capricho plástico, adquiriendo formas inusuales o fantásticas. Un animal de corral, como podría ser una vaca o un toro, cuenta sobre su lomo con múltiples protuberancias en forma de cono y, así, se transforma en un ser similar a un ankylosaurio.
Otras cerámicas recrean escenas de pastoreo, solo que en este caso un ser humano cuida y abraza a un dinosaurio. También existen múltiples piezas que pueden ser vistas como variaciones del diablo que busca atormentar a los pastores en las escenas de nacimientos. En ocasiones aparece fuera de escala, en otras con enormes ojos u orejas puntiagudas o con un pronunciado hocico así como con colmillos amenazantes. De esta forma las cerámicas en esta colección parecen nutrirse del arte originario de la región, las prácticas tradicionales del oficio de la cerámica, una cultura visual científica y otra propiamente fantástica, ligada con una industria cultural trasnacional.
Aun con la declaratoria del INAH sobre la colección de Julsrud como apócrifa, la Universidad de Pensilvania realizó pruebas científicas adicionales a finales de los años sesenta en un grupo reducido de piezas. No se sabe qué tanto pudo influir Hapwood o Young, quien también contaba con intereses científicos poco ortodoxos (como el estudio de la percepción extra sensorial/PES), en esta continua persistencia por la validación de las cerámicas. En 1969, cinco años después de la muerte de Julsrud, se empleó la novedosa técnica de termoluminiscencia (TL) para datar los especímenes de su acervo. Aún en pleno desarrollo tecnológico e incapaz de contemplar ciertas cuestiones técnicas para la datación, el análisis arqueológico TL arrojó como resultado que el origen de las piezas se podía remontar a 2500 años a.C. Estos hallazgos, obviamente, animaron a personajes como Hapwood y Gardner. Es lógico que ambos hayan publicado sus libros sobre las figuras de Acámbaro después de esta investigación. No obstante, la misma universidad realizaría un examen correctivo en 1978, cuando la técnica TL de datación se encontraba perfeccionada y era más precisa. Ese año, el dictamen concluyó que la antigüedad de la colección de Julsrud no podía ser anterior a 1930. Como se puede imaginar, esta discrepancia aumentó las especulaciones y teorías conspiratorias alrededor de las figuras de Acámbaro.
Sin bien el debate científico sobre la colección Julsrud parece haber quedado finiquitado en 1978, las figuras de Acámbaro siguieron siendo objeto de distintas especulaciones. Una de estas compete a algunos adherentes a un creacionismo que defiende las ideas sobre la formación reciente de la tierra, así como que seres humanos y dinosaurios coexistieron y convivieron (dentro de esta postura bíblica, por ejemplo, se dice que en el Arca de Noé viajaron parejas de estos reptiles prehistóricos). Donnovan Patton es uno de los más notorios y se le debe dar crédito por ser quien rescató y dio una nueva visibilidad a la colección de Julsrud.3 A partir del trabajo de Hapwood y Gardner, Patton viajó a Acámbaro en los últimos años del siglo XX, reclamó las piezas que estaban en bodegas del municipio y orquestó una iniciativa para proveerlas con un espacio de exhibición permanente: El Museo Waldemar Julsrud, inaugurado en el 2002. Una institución que, evidentemente, aboga por la autenticidad de las piezas. Para Patton y sus seguidores, los cambios y modificaciones en los reportes de Di Peso y en la datación TL no son vistos como correcciones, sino cambios hechos por sus autores debido a «presiones filosóficas» relacionadas con la noción de evolución preponderante.
Uno de los argumentos plásticos más utilizados por los defensores de la autenticidad de la colección Julrud es que las piezas cuentan con múltiples estilos y soluciones y que sería imposible que una sola persona los pudiera haber hecho (en este caso el comerciante/arqueólogo de origen alemán). Y esto es, sin duda, un hecho. Hay definitivamente más de un autor, quizá decenas. La leyenda original del encuentro de Julsrud y los siguientes hallazgos arqueológicos en Acámbaro durante los años cuarenta se antoja como el escenario de una película de humor negro de Luis Alcoriza: en un pueblo del interior del país una comunidad aprovecha una oportunidad económica y produce de manera autodidacta una serie de figuras fantásticas de cerámica, que entierran en distintos grupos asemejando las excavaciones que sucedían en la zona vecina de Chupícuaro.
Todo esto lo ejecutan sin tener la más mínima sospecha de cómo esos objetos llegarían a afectar, a generar y cambiar distintas historias, suscitar debates, viajar a través de fronteras nacionales y entrar en diálogo con una cultura visual trasnacional, ser expuestas en museos e investigadas con la última tecnología de datación arqueológica. Tampoco, sin imaginar cómo captarían la atención de historiadores, abogados, arqueólogos, escritores, artistas y hombres de fe hasta el siglo XXI. Además de ser una de las colecciones de arte más originales y fuera de cualquier norma que existen en México, las piezas de Julsrud ejemplifican, a un grado máximo y con una elocuencia delirante, la potencia de los objetos.
Fotos e imágenes: Cortesía del autor.
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1 Ver aquí.
2 Avi Davis «Creatures of Other Mould». The Believer. Noviembre 1, 2010 | No. 66. Consultar aquí.
3 Donnovan Patton. «Dinosaurs and Man Coexisted: Evidence from Acambaro, Mexico». Videoconferencia disponible aquí.
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Daniel Garza Usabiaga se ha desempeñado como curador en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México y como curador en jefe del Museo Universitario del Chopo. Estuvo a cargo de la dirección artística de Zona Maco y actualmente es director artístico de la XIV Bienal FEMSA.
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