Comentarios sobre el libro Todos cocinamos, todas comemos
Mayo, 2021
I
La construcción del espacio
La desolación en contextos citadinos no es un sentimiento inevitablemente nocivo. O matizo: es posible encontrar en su aparente negatividad también cierto fulgor. Caminar, por ejemplo, a la orilla de un eje vial un domingo que comienza a morir —a contraluz de un sol en plena huida—, quizá también pueda acercarnos a sensaciones capaces de superar una tristeza primigenia. Claro; eso depende de la cantidad de heridas que la vida en el entorno urbano nos haya provocado, y de la manera en la que éstas han sido curadas —porque no omito que, por supuesto, hay quienes pueden terminar tirándose de un puente, en semejantes condiciones ambientales—. Sin embargo, saber habitar el despojo implica un proceso de adaptación no necesariamente dócil. Y diciendo esto pienso entonces en la premisa con la que Santiago Robles abre la introducción del libro Todos cocinamos, todas comemos. Proyectos de arte colaborativo en el espacio público, del que quiero hablar acá: la cantidad de anuncios publicitarios que en cualquier ciudad es capaz de percibir un habitante promedio es apabullante. Todos los días y en todas partes se nos imponen sus soflamas, que afectan el sentido de buena parte de nuestra vida cotidiana. Y tales mensajes dicen una sola cosa —si es que nos tomamos el tiempo de interpretarles con atención—: «te estamos robando tu tiempo, material y emocionalmente, en el trabajo que deberás realizar para obtener tales objetos de deseo. Para eso operamos. Para que nos creas a nosotros y olvides la pujanza de tu propia volición. Para que aceptes la servidumbre». Pero digo entonces que, a pesar de esto es posible no ser del todo mesmerizado por aquella pretendida positividad publicitaria y el dolor negativo que le subyace: sus proclamas son tan banales, que siempre dejarán espacio para la sospecha y para que la vida sea en otra parte. Incluso en el mismo lugar en el que aquellas circulan.
Y es que todo esto va sobre la modernidad, de la que de muchos modos se habla en la publicación coordinada por Santiago. El tomo mismo, que desde su cuidadoso diseño —realizado por un equipo de mujeres encabezado por Alejandra Guerrero— mantiene una interesante distancia entre el libro de arte tradicional y una suerte de manual de uso (pastas duras impresas en serigrafía sobre cartón reciclado, un color azul que acompaña al negro y a sus medios tonos en los interiores, y desde el cual evoco un sofisticado prontuario automovilístico), procura la distribución de acontecimientos de sutiles resistencias, como respuesta al problema de lo moderno y sus engendros.
Marshall Berman anota en la introducción del ya clásico libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad que la paradoja que define lo moderno es la de la unidad de la desunión. Coexistimos en espacios cuya norma es la ruptura y todos los conflictos emocionales que derivan de ella: «Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire'».1 Justamente porque el intento de vinculación en alguno de los infinitos, y a la vez cerrados sistemas citadinos, implica una multiplicidad de códigos y ritos de paso que únicamente funcionan para una esquina, una institución, una fábrica y demás. Fuera de ellas, ese aprendizaje que parecería universal cuando formamos parte de alguno de tales regímenes parcialísimos, no sirve de mucho en otros que están a la vuelta de la esquina. Y luego entonces, aquella sensación de haberlo perdido todo cuando se nos expulsa de dichas administraciones de la filiación —como los del compromiso laboral, familiar o incluso cualquier clase de débito amoroso—. Y ya situados en esa continua merma, parece ser que la única compañía que queda es la del silencio, el extravío y eso: la desolación.
Sin embargo, una de las fórmulas posibles para no terminar engullidos por la vorágine de aquel sinsentido —o conjunto de sentidos parciales, que casi es lo mismo— es la reivindicación de aquello que parece sobrar y que no pertenece —aún— a ningún sistema. La malversación del tiempo, el despapaye, o la organicidad sin aparente sentido utilitario. No hay cosa que me parezca más brillante que la enmienda o la tergiversación de la funcionalidad simbólica de algo, para reconsiderar un espacio en el que se pueda estar. Aunque sea por unos instantes, de manera circunstancial o intencionada en algún área central o fronteriza, a través de actos que reciclen la tradicionalidad automática a través de aquello que parece tener poca importancia frente a la vida productivista: la fiesta, el rito o el mito. Si a eso se le llama arte o no, ahí es lo que menos importa. Nos importa luego a los artistas y demás fauna vinculada al campo, porque de cualquier modo el arte —profundamente mediatizado en muchas de sus condiciones— sigue y seguirá siendo un territorio con cierto grado de autonomía en el que las subjetividades poseen su propio valor, incluso ponderado y reconvertido desde el mercado. Y es ahí en donde me parece vital dar cuenta de aquellos intentos para mover sus principios a otros espacios, al menos en periodos parciales de tiempo.
Así es, pues, que en Todos cocinamos, todas comemos, al hablar de varios proyectos impulsados por Santiago Robles más allá de un mero recuento, se produce sentido alrededor de una especie de hoguera para discurrir sobre lo que la colaboración puede llegar a ser en contextos complejos. Lo cual —cabe decir— se hace no para buscar al otro como sujeto de quimeras cambiarias, sino para jugar en un universo de significados que pueda seguir siendo ahí, mediante la reunión para imaginar la reconversión de los valores.
II
La reunión
Cuando Santiago me invitó a participar con un texto en el libro para ensayar un contexto escrito sobre el arte colaborativo, yo estaba justo pensando el problema según una experiencia que me llevó a realizar un proyecto de investigación-acción dentro de la academia llamado Dossier: encuentros colaborativos. Se trataba de formular acciones en las que la realización de obra implicara la necesidad de ponerse de acuerdo con múltiples actores que modificaran propuestas originalmente concebidas de manera individual. Con ello se problematizaba la participación en el orden público, sobre todo cuando eso se lleva a regímenes estratificados e institucionales —lo cual arrojó luego resultados paradójicos que conversaré en otro lado—. Así pues, la provocación de Santiago me vino perfecta, pues de principio se trataba justo de una contribución para su tesis de posgrado, lo cual representaba un hito universitario debido a que un trabajo académico suele requerir, canónicamente, de un principio fincado en la autoría que representa la identidad del postulante. La invitación estaba hecha, de manera subrepticia, para violentar el corpus de la voz autorizada. De inmediato dije que sí.
Al revisar entonces las piezas que irían incluidas en el libro, celebré más el llamamiento. En particular una de ellas llamada Reparadora me entusiasmó aún más. La describo brevemente: reparar los errores en las calles como baches o fisuras con resinas y otros materiales efímeros. Luego, hacer un mapa de los sitios en los que se realizaron las intervenciones. Y por último recabar las réplicas de las reparaciones (es decir, los positivos que llenaron un vacío negativo), para mostrarlas como signos de aquello que trasciende un error meramente circunstancial. Ahí hubo conexión plena, porque yo admiro —como en una especie de mandato monacal—, la idea de los pepenadores y su labor. Y la pieza trabajaba desde una heroicidad concentrada en el reciclaje conceptual que indica, con toda justicia, aquello que se ha roto a gran escala. Porque en Reparadora no se reparaba nada de manera concreta, sino que desde ese juego de palabras se provocaba, evidentemente, un retruécano2 para detonar nuevos significados hacia la interpretación de un mal profundo de Estado. En aquellas minucias podía leerse el sistema, como si se interpretaran las líneas de una mano nacional cuyo dueño ha decidido históricamente, además, no hacer caso de tales quiromancias.
Desde ahí, coincido con otros autores invitados también a colaborar en el libro. Balam Bartolomé, por ejemplo, parte atinadamente de la concepción de los Tlacuilos —encargados en la sociedad mexica de plasmar, mediante diversas técnicas, las redes genealógicas tensadas entre lo divino y lo mundano—. Con ello dialoga con los proyectos de Santiago, colocándolos como continuidad de una escritura-acontecimiento en el espacio, a través de los rastros legados en cada intervención. Dar cuenta de un tiempo múltiple implica algo más que un mero registro. Se trata de la reinterpretación, desde lo cotidiano, de mitologías localizadas en las infinitas rupturas de lo contemporáneo. Por su parte, Karina Ruiz Ojeda dedica sus reflexiones a detallar las ideas y antecedentes que condujeron a la realización de la pieza Seis comidas compartidas, en la que, a partir de un trueque con habitantes de la Plaza de la Alhóndiga en el Centro Histórico de la Ciudad de México, se crearon zonas particularizadas con la sencillez de un mantel de picnic para compartir la comida e intercambiar relatos y narrativas de la vida en el lugar. Ruiz Ojeda apunta, parafraseando a Claire Bishop, que piezas que buscan sitios externos a la institución son justo lo que aleja al arte colaborativo del arte relacional, en tanto que obras creadas ex profeso para un espacio museístico evitan la confrontación en un territorio no mediado. Esta misma idea, que yo también indico en mi propio texto, aparece en el ensayo de Miguel Torres de la Rosa, quien subraya un término que me parece importantísimo cuando se habla de estos menesteres en nuestro continente: el de comunalidad, nacido del pensamiento indígena y problematizado por el pensador zapoteco Jaime Martínez Luna que lo define como algo que «no tiene una explicación de discurso. Es acción permanente en la construcción de la vida […] un venero de razón, o fuente epistémica».3 Torres de la Rosa plantea entonces una idea muy interesante al respecto, interpretando piezas como las concebidas por Santiago Robles como ready-mades sociales de «aprendizaje crítico» en donde la obra no se impone, sino que es creada y afectada constantemente por los distintos actores que intervienen y reconstituyen sus necesidades, en función de las de otros.
Eso me parece que es, en todo caso, el espacio posible para una micropolítica que piense un porvenir junto —y no contra— los otros. Las mil y una formas de resistencias que requerimos para hacer de esa pericia que hemos engendrado los huérfanos de las ciudades para soportar la desolación y no mandarlo todo al carajo de manera individual, hacia una conformación colectiva: aprender sobre la marcha a contenernos mutuamente en la diferencia, podría ser el primer paso hacia la recuperación de la soberanía que, como indica Georges Bataille, está «más allá de lo necesario que el sufrimiento define»4 en la recuperación del instante en el éxtasis de lo otro y con los otros. Algo así, presume, permitiría la abdicación de una servidumbre voluntaria en la que el deseo no estuviese regido por la carencia y la pérdida de sentido vital.
Fotos: Cortesía Santiago Robles.
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1 Berman, Marshall (1988). Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. México: Siglo XXI editores. p. 1.
2 Figura retórica en la que se contraponen ideas y frases para producir contrastes y así enfatizar conceptos y provocar la reflexión.
3 Martínez Luna, Jaime (2017). Comunalidad…camino que se hace…al andar. México: Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM. p. 1
4 Bataille, Georges, (1996). Lo que entiendo por soberanía. Barcelona-Buenos Aires-México: Ediciones Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, p. 65.
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César Cortés Vega es escritor y productor visual. Algunos de sus libros publicados son Periferias y mentiras. Textos sobre arte, banalidad y cultura (ensayo, Fomento a la cultura Ecatepac) o Reven (XX Premio Interamericano de Poesía Navachiste, 2012). Coordina la publicación Cinocéfalo, revista de crítica y literatura. En 2018-2019 desarrolló el proyecto curatorial Dossier, de encuentros colaborativos.
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