Febrero, 2021
En la película Blade Runner 2049 (2017) se habla de un gran apagón que ocasionó una pérdida significativa de información resguardada en soportes digitales. La solución, según narra la historia, fue preservar los «documentos» en un formato físico y tangible. Al igual que otros filmes de ciencia ficción basados en ideas de futuros distópicos, estos relatos, más que predecir, dan cuenta del contexto y la sociedad que los produjeron. Si contrastáramos Blade Runner (1982) con su secuela, encontraríamos inquietudes y ansiedades distintas, al igual que contextos políticos diferentes. Llama mi atención que para la secuela no se hayan explotado más ciertos fenómenos que hoy día nos acechan; por ejemplo, el problema del archivo o de los repositorios de información frente a las nubes, el Internet y otros fantasmas digitales, podrían haber estado más desarrollados. Si hubiera una película de ciencia ficción sobre esto, aparecerían ideas como la oposición binaria de lo offline/online, no hablaríamos de la copia y su reproducción, sino de la multiplicidad y trayectorias de objetos e imágenes, yendo y viniendo desde distintos soportes. Esto último me parece que es un síntoma que no solo reverbera en la cultura visual y material, sino que afecta también a las prácticas y procesos artísticos actuales.
Con la creación de la gran red global de información surgen prácticas culturales provenientes de los metadatos, motores de búsqueda, algoritmos, máquinas, bots; y entre todos ellos existen también sujetos peculiares llamados arcontes digitales. Si retomamos la idea sobre Internet como paradigma de archivo, la aseveración nos lleva a plantear una serie de discusiones problemáticas para los académicos tradicionales de la archivística. Pues las lógicas entre archivos y colecciones parecen tener otras reconfiguraciones, y ponen en jaque el principio de procedencia, la autenticidad, la evidencia o la historicidad de los documentos u objetos resguardados. De esta discusión me interesa especular qué pasa con la práctica del coleccionismo bajo esas condiciones.
Para hablar de colecciones, podríamos empezar en la época de los gabinetes de curiosidades. Espacios conformados por estanterías, mesas o pedestales cubiertos con capelos de vidrio para resguardar piezas del polvo. Este era un momento en el que recolectar acentos del mundo parecía importante para la construcción del conocimiento. El gusto por lo extraño, insólito o precioso daba quizás cuenta de una cierta capacidad de asombro. Admirarse a partir de una conchita de mar o de un rastro minúsculo de meteorito, parecía también alentar un cierto tipo de ficción. Una que narraba las hazañas, pero que también daba cuenta de la obsesión, la avaricia, la necedad y demás trapitos al sol del coleccionista. Parecía que si había evidencia de la existencia de un objeto o sujeto mítico, bastaba con encontrar prueba de ello en el despacho de alguien. «¿Sirenas? Sir Fulanito tiene prueba de ello, claro que existen», diría alguien del siglo XVI.
Los viajes estaban en extremo vinculados a la creación de los gabinetes de curiosidades. La exploración de lugares recónditos parecía también conformar una suerte de proto-Panini imperialista. Un «check-in» a la Foursquare en ese entonces significaba traer algo de ese lugar que comprobara la visita a suelo exótico. Algo muy similar a las prácticas de avistamiento de aves: se tiene un catálogo y se anota una marca cuando se ha mirado la especie. No obstante, el coleccionismo más obsesivo es el que se centra en un solo objeto o imagen, y lleva su pesquisa a las últimas consecuencias, hasta trastornarla en acumulación. Aquí ya no imagino una o varias estanterías medio polvosas con objetos más o menos alineados, sino un cuarto que ha perdido la puerta.
Se dice que al coleccionar un objeto, éste pierde todas sus funciones originales, olvida su utilidad y se convierte en un acto contemplativo. Bajo este principio –y otros más– se conformaron los museos. Un exquisito gabinete de curiosidades muy depurado se convirtió en una colección, que para evitar acumularse y perder visibilidad, se dispuso en un espacio para la mirada y la experiencia de los usuarios. Pronto los relatos de ficción se convirtieron en estrategias políticas de Estado.
¿Qué es Internet? ¿Un gran repositorio de documentos, una masa de unos y ceros, constelaciones de objetos inmateriales? Es un mundo digital que ha generado una obesidad en la información. Alguien me explicaba que los archivos contenidos en nuestros discos duros necesitan migrar cada cierto tiempo a otro nuevo, pues por más cuidados que brindemos a los dispositivos, éstos van trastornando el contenido, el cual está disperso y desmembrado en ceros y unos sobre un espacio-temporal. Es decir, requieren que alguien del exterior acceda a ellos para llevarlos a otro lugar y así asegurar su supervivencia. Esto describe la relación que tenemos ahora con este tipo de «cosas» que oscilan entre el mundo offline/online para funcionar.
Imagino entonces que lo que resguardamos en nuestros discos duros o cuentas de Instagram son una suerte de gabinetes de curiosidades. Estos documentos, objetos e imágenes digitales flotan de modo fragmentado y vigoroso como grandes enjambres ensordecedores. Organismos que se alimentan de la actividad de un homo digitalis que reactualiza la información desde el mundo offline. Por ejemplo, la cultura del meme requiere que el usuario conozca el contexto del cual sale la imagen-textualidad para entender el chiste. Pero también, dentro de esta cultura mediática, hay fenómenos más rebuscados que viajan entre dos mundos.
La otra vez un amigo me explicó el gif de Thalía en traje rosa de flecos. Resulta que esta profesional del espectáculo es sumamente popular en Instagram y que en una de sus «historias» improvisa una canción. El momento se vuelve viral y el vestuario de esta cantante durante el video, se materializa en una piñata diseñada por algún fan. Luego esta mujer pide que le compren la piñata para su cumpleaños y esta imagen regresa a su red social. Esto se vuelve aún más esquizofrénico porque la improvisación vocal de Thalía tiene varias versiones sampleadas, convertidas en éxitos de pistas de baile que circulan por Spotify. Todo esto hasta llegar a convertirse en un gif. Estas trayectorias dan cuenta de los vaivenes entre soportes y el tránsito de un mismo fenómeno entre lo offline/online, pero también son como microcolecciones de un solo objeto.
¿Qué tipo de coleccionista estamos presenciando? Podríamos llamarlo un coleccionista-postproductor. ¿Qué clase de ficciones producen sus objetos? Unas más cínicas desde luego, pues éstas no reniegan de ser invenciones. La diferencia con aquel creador de gabinetes de curiosidades de la Ilustración, es que este coleccionista no parece estar interesado en estudiar o entender el mundo que le rodea, pues incluso peligra en convertirse en un acumulador. Contribuye en gran medida a engrosar el enjambre y ofrece momentos fugaces para ciertos sujetos sin garantizar la evidencia de su existencia. El espacio narrativo que utiliza es muy inestable y necesita un tipo de contemplación específica que solo puede ser a través del retweet, del repost o el share.
Estas colecciones contienen objetos digitales temporales y parciales. Están suspendidos en ruido y con el temor a ser olvidados si su conexión con el mundo offline se pierde. Si hubiera un gran apagón, quedarían en el olvido a menos que alguien decidiera imprimirlos y dotarlos de un soporte de inscripción tangible y materialmente estable (una piñata, por ejemplo). Esta podría ser la premisa para un relato de ciencia ficción, en el que existirían personajes que buscan prevenir una falla en la electricidad y sobrevivir sin depender de un arconte digital que realice un respaldo para evitar una catástrofe. Tendrían que buscar a un coleccionista-productor para que dejara «migas de pan» en las trayectorias entre lo off/on de estos objetos. Y buscar a un arqueólogo del saber para realizar una pesquisa de las diferentes formas que han tomado estos fenómenos.
En este gran espacio que es Internet, los objetos, imágenes y fenómenos digitales tendrían que asegurarse de no perder la puerta entre tanta información obesa. Si es que quisieran sobrevivir. De lo que da cuenta este repositorio es del temor a ser una colección finita y por eso multiplica en diversos estados los rastros de estas piezas. No obstante, hay un propósito que se desdibuja y se pierde en la ansiedad por resguardarlo todo y además hacerlo público. Tal vez solo deberíamos aceptar que hay finitud, que se trata de la pausa para la reflexión que ciertas experiencias nos brindan; tomar distancia, mirar de lejos el enjambre para no perderse en él y hallar momentos de silencio que nos sigan despertando curiosidad por el mundo.
Sí, todo se acaba. Hay finales. Pero pienso en casos tan complicados como la pérdida de un patrimonio o de objetos significativos que no solo funcionan para la contemplación, sino justo para imaginar y construir un tipo de ficción comunitaria importante. Por ejemplo, los desastres que las guerras ocasionan a los museos y al patrimonio cultural de países como Afganistán o Irak, lugares que han sido víctimas del saqueo a sus colecciones o que han visto destruidos sitios arqueológicos de suma importancia. O el incendio que destruyó significativamente el acervo y el inmueble del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro. ¿Qué se puede hacer aquí? ¿Una reconstrucción? ¿Reproducciones? ¿Se perdió y ya? Imagino que este tipo de preguntas rondan entre las discusiones más acaloradas de profesionales de la conservación.
Mientras tanto, algunas prácticas artísticas se han dado a la tarea de «reconstruir» piezas u objetos de alto valor cultural a partir de registros varios e incluso fotografías de turistas. Extraen del enjambre fragmentos y rastros de esta información para reunirlos e imprimirlos en tercera dimensión o hacer una suerte de montaje holográfico. En otro momento habría que revisar ejemplos concretos de este tipo de procesos y resultados, pero parece ser que el objetivo no es crear falsos históricos, sino otro tipo de experiencia, quizás una evocación de memorias visuales y táctiles. Lo que vuelve a aparecer aquí son las trayectorias y el intercambio de materialidades que inscriben a estos fragmentos en sus imágenes-objetos digitales. Parecería entonces que el coleccionismo enjambre refiere a coleccionar fracciones dispersas de una misma idea, en un espacio y tiempo específicos. Tal vez este tipo de coleccionismo trate de entender y navegar esta dispersión, pues ninguna de las piezas que busca está completa.
En 1688 el médico suizo Johannes Hofer definió que la nostalgia era una enfermedad. Un malestar que afligía a la imaginación y que operaba bajo «magia de asociación», lo que significaba que el paciente asociaba todos los elementos de su vida diaria a una sola obsesión; y que la persona nostálgica estaba poseída por una manía del anhelo. Pareciera entonces que lo que tenemos frente a nosotros es una evolución de este mismo padecimiento, manifestado en la angustia por encontrar el fragmento que le permitirá al coleccionista completar la pérdida de ese algo que quizás ya no existe, y que es solo un eco que rebota en sus distintos soportes de inscripción.
De la colección del Museo Nacional de Brasil solo sobrevivieron unos meteoritos, uno en particular, el más valioso, se llama Angra dos Reis. Mide cuatro centímetros, pesa 70 gramos y fue descubierto en 1869. Es un tipo de roca única que pertenece a los núcleos de planetas –zonas de altísimas temperaturas–, que se formó incluso antes de existir un sistema solar; es un vestigio antiquísimo que guarda información del origen de los astros. Esta pequeñez ardió y ardió esa noche de septiembre, y vio consumirse otras historias de la humanidad.
Imagen: Cortesía Tabasco 258.
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1 Este texto fue comisionado en 2018 más como un ejercicio de escritura libre que invitaba a evitar las citas y referencias académicas dentro del mismo. A la luz de este nuevo proyecto editorial y expositivo de Tabasco 258, nos resulta pertinente escribir esta pequeña nota que contextualice las ideas que aparecen en este ensayo. En su gran totalidad dialogo con las propuestas del Dr. Jesús Fernando Monreal Ramírez vertidas en su artículo Arcontes digitales y artistas re-colectores. Poéticas de archivo entorno de las humanidades digitales, en ese entonces inédito y después publicado por la revista artnodes en 2019. Asimismo, se suman las reflexiones surgidas del programa público Provocaciones al archivo: Clínicas acervos, conservación y arte realizado en la Sala de Arte Público Siqueiros en 2018; particularmente las sesiones con la especialista Natalie Baur del Colegio de México y el artista Miguel Ángel Salazar.
2 Aquí la referencia: Monreal Ramírez, Jesús Fernando. 2019. «Arcontes digitales y artistas re-colectores. Poéticas de archivo en el entorno de las humanidades digitales». En: Nuria Rodríguez-Ortega (coord.). «Humanidades digitales: sociedades, políticas, saberes II». Artnodes. No. 23: 89-95. UOC. Disponible aquí.
3 Video extraído aquí.
4 Corrección de estilo por Elizabeth Calzado.
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Adriana Melchor Betancourt estudió la licenciatura en la Universidad Iberoamericana y es maestra por la Universidad Nacional Autónoma de México, ambos grados en historia del arte. Ha colaboradora en distintas publicaciones dedicadas al arte contemporáneo y al diseño, entre ellas Ediciones Transversales, Caín, La Tempestad, Código y Blog de Crítica. Actualmente trabaja en la Sala de Arte Público Siqueiros e imparte clases en la Universidad del Claustro de Sor Juana.
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