Por Herson Barona | Junio 2016
A la mitad del Millenium Park hay, desde hace diez años, un objeto enorme —20 metros de largo y 96 toneladas de acero inoxidable pulido a tal grado que recuerda el comportamiento del mercurio y, visto desde lejos, parece un frijol— cuya superficie reflejante repite, distorsionado, el horizonte contra el que se recortan los emblemáticos edificios del centro de Chicago, y también a los paseantes que se acercan, como yo hice hace algún tiempo. Cloud Gate es la única escultura de Anish Kapoor que había visto. Hasta ahora.
Arqueología: Biología es una muestra de la producción que el artista británico de origen indio ha realizado a lo largo de más de 35 años. En un país donde la escultura monumental está representada por el Guerrero Chimalli de Sebastián, y el resto de sus interferencias en el paisaje, poder acceder a la obra de Kapoor debería ser digno de celebrarse. Pero antes habría que pensar en un par de cosas. ¿Por qué un museo universitario decide montar una exposición millonaria de un artista que se encuentra en el mainstream del circuito artístico? La pregunta puede resultar ociosa y fácil de evadir si se apela a la difusión y a la democratización del acceso al capital simbólico del arte (las 69603 publicaciones que hay hasta este momento en Instagram con el hashtag #anishkapoor dan cuenta de que esa labor se está cumpliendo con creces), pero hace pensar en cuál es el motivo por el que se privilegia la programación de obras de consumo fácil. Y no intento hacer aquí una apología del arte hermético o difícil, ni de la alta cultura, nada más lejos de mí, pero estas cuestiones apuntan a una clara subestimación del público —y concebir a un público acrítico e irreflexivo podría ser una de las causas, por ejemplo, de que Sebastián sea el representante de la escultura pública nacional.
La nota que un canal cultural de televisión hizo sobre la muestra es de una ramplonería casi cómica (“ser o no ser —dice— es una de las reflexiones a las que nos mueve la contemplación de las piezas de Kapoor”). Cuando Adela Micha lo entrevistó, prefirió comentar el color de su vestido o inquirirlo sobre si se considera una diva que hablar sobre su obra, lo cual mantiene la conversación en la superficie. Y nadie está pidiendo profundidad de la tele ni una crítica especializada de una periodista de Televisa, aunque acaso, sí, un mínimo de respeto para el público.
Ese nivel de discusión puede ser un síntoma de la infravaloración de los consumidores de arte en México. Hice hincapié en las dimensiones del Cloud Gate porque en los comunicados de prensa y declaraciones de Graciela de la Torre, directora del MUAC, se ha subrayado que para la exposición se transportaron 22 obras en 20 contenedores a bordo de 3 barcos. Como si existiera una relación directamente proporcional entre calidad y volumen. Y nadie ha puesto en entredicho el valor estético de la obra de Kapoor.
Aquella tarde de verano en Chicago, una familia dominicana me pidió que le tomara una foto delante del falso espejo de Kapoor. Aún reinaban las cámaras digitales, la calidad de las fotografías tomadas con teléfonos celulares era baja y selfie no era una palabra de uso corriente.
En algún momento, hacia finales del siglo XX, el turismo se trasladó también al interior de los museos. Hoy pareciera que el arte contemporáneo sólo interesa en la medida en que es fotografiable. Y no tanto la obra en sí, sino en relación con el espectador, como si la falta de una prueba de la experiencia estética la cancelara. Incluso parece que algunos discursos curatoriales recientes habilitan estas prácticas. V. gr. Yayoi Kusama, Louise Bourgeois; no tanto una botella de Coca-Cola de Cildo Meireles, un lienzo donde sólo aparece una fecha de On Kawara o una silla de Doris Salcedo; un poco las mariposas de Carlos Amorales, la escritura imposible de Cy Twombly, el esqueleto de ballena de Gabriel Orozco, o Marina Abramović mirándote a los ojos desde el otro lado de la mesa. Si el turista se toma fotos en los sitios icónicos de los lugares que visita para construir una galería con postales para su memoria y decir “estuve ahí”, hoy somos turistas dentro de salas bien iluminadas con clima controlado.
El texto con el que se presenta la exposición dice que el mayor potencial del MUAC al preparar esta muestra está en “provocar un aprendizaje significativo de lo que implica la estética como experiencia de conocimiento”. Sin embargo, ahí mismo se define el trabajo de Anish Kapoor como “un acercamiento poético al riguroso estudio del espacio, la materia y la forma, donde lo real, lo simbólico y lo imaginario se combinan hasta encontrar una génesis originaria (sic) en el objeto escultórico”. ¿No es esa una definición de la escultura como práctica artística en general? ¿Ahí se encuentra el aprendizaje significativo, en reconocer las piezas como objetos escultóricos, o en alguna de las veintidós selfies —con dos o tres versiones de cada una— que se acaba de tomar la mujer de vestido negro y plataformas que dificultan su paso y que dificultaron el paso del resto de los visitantes por las salas?
Al comprender un amplio espacio temporal, Arqueología: Biología es una exposición rica y heterogénea, pues abarca diversos ciclos de la producción de Kapoor, desde las piezas con pigmentos brutos que parecen emerger del suelo o los muros (1000 nombres), las instalaciones de carácter más dinámico y fenoménico con cera (Mi patria roja) o concreto (Ga Gu Ma), pasando por las piezas de silicón (Memoria de la lengua) hasta las de tierra o piedras en bruto o talladas (Mollis), o incluso las esculturas monumentales (Al borde del mundo II), en las que el artista lidia directamente con una de sus preocupaciones más constantes: la experiencia del espacio infinito y la nada, tematizados por medio del color y la escala en una especie de domo que cuelga del techo. Hay que recordar que Kapoor suele definirse a sí mismo como un pintor que trabaja como escultor. En suma, la muestra cumple con representar las búsquedas estéticas de la carrera creativa del artista, tales como la materialidad del vacío y objetivación de la ausencia, la configuración de la metáfora del objeto como espacio, la creación de no-objetos.
Hay una clara paradoja en la creación de esculturas que se refutan a sí mismas, ya sea mediante una hueco en el espacio, al poner un objeto en el espacio para mostrar el vacío, o a través de una cosa física que ocupa un espacio para poner en evidencia la posibilidad de no lugares —heridas, abismos, ausencias— que reafirman su presencia por medio de esa misma negación. Ese es el caso de la pieza que le da título a la exposición (Arqueología y biología, que hace referencia al mismo tiempo a la búsqueda y a la sexualidad), una grieta abierta en el muro. Pero existe otra suerte de contrasentido que se genera en el contacto del espectador con estas esculturas, especialmente con las piezas especulares, que son las que parecen gozar de más “popularidad” entre los visitantes. Al recorrer las salas del MUAC que albergan esta exposición, una sentencia de Borges adquiere densidad: “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Los visitantes se ven repetidos innúmeras veces en las superficies reflejantes, lo que vuelve casi imposible hacer una fotografía sin que en la imagen irrumpa la presencia de otros, aunque esa otredad sea el reflejo de uno mismo.
Un lugar común afirma que esculpir es un proceso de eliminación. La escultura ya está presente, sólo hay que hallarla: tallar una piedra hasta dar con la forma ideal; es decir, quitar lo que sobra, remover el mundo de un objeto en el mundo: la escultura como un ejercicio de borradura. En la serpentina lámina de acero de C Curve, los espectadores al pararse a cierta distancia no aparecen en el reflejo, y al acercarse se deforman. En otras de las piezas, el reflejo aparece invertido o descolocado. Así, en Gold corner, una pequeña pieza de tres láminas convexas doradas que convergen en una esquina de la sala, el espectador aparece reflejado seis veces en primera instancia, pero a medida que el juego de espejos multiplica las imágenes, el cuerpo del espectador desaparece en la puesta de abismo que tiene su punto de fuga justo en la esquina de la enorme sala. Sería interesante poder observar desde ese punto en el que el cuerpo queda eliminado del reflejo la forma en que esas esculturas alteran la forma del paisaje, sin la contingencia de los cuerpos tomando fotografías. La forma de Cloud Gate permite recorrerla por debajo y observar su centro, omphalos es la palabra griega para esa cámara cóncava que asciende y se abisma, descomponiendo los reflejos al multiplicarlos y disminuirlos hasta la desaparición. De este modo, estas esculturas reflejantes terminan por negar el mecanismo propio de los espejos: mientras los visitantes quieren aparecer reproducidos en sus imágenes, éstos salen deformados o borrados de la imagen, como turistas a los que se les ha velado el rollo fotográfico.
Imagen: Cortesía MUAC.
__
Herson Barona (México, 1986) es una joven promesa rota. En 2013 fue becario del FOCAEM, en 2014 de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente lo es del FONCA. No ha plantado árboles, no ha tenido hijos, no ha publicado libros. Es editor de la revista Tierra Adentro.
*El contenido publicado es responsabilidad del autor y refleja su punto de vista.
Suscríbete a nuestro
NEWSLETTER