Archivo para el febrero, 2021

Archivo | Pensar el Internet (si es que todavía existe), por Esteban King Álvarez

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Febrero, 2021

Quiero buscar a un amigo en Instagram. En cuanto aprieto la lupita en la aplicación, cambio de pantalla y me aparecen numerosas imágenes y videos; entre otros, el de una señora que parece hablar de comida tradicional, un gatito con cara de asustado, una cabra lamiendo el popote de un vaso de Starbucks lleno de café, un exitoso día de pesca, un bailable del Día de muertos, dos perritos cogiendo, una imagen con un texto que no leo y una habitación subacuática en la que se observan peces y corales. Decido tocar esta última con el dedo –ya ni siquiera es un clic– y descubro la publicidad de un hotel en quién sabe dónde que tiene la peculiaridad de tener cuartos bajo el agua. Cuando termina el video, aparece un oso panda jugando con una pelota, después un león gigante que abraza a su cuidador y luego una maestra de yoga…

A estas alturas, ya no recuerdo ni siquiera a quién estaba buscando.

Regreso entonces al ícono de inicio y veo el proyecto de una artista que habla de volcanes, seguido de la familia de un contacto que no sé quién es, un meme, una foto que no entiendo, la pieza de una colega artista, publicidad de Best Buy, un video de alguien que viaja por las calles de Buenos Aires, una excompañera del trabajo que está por meterse a una alberca olímpica, otra persona (a la que hace años no veo) en un paisaje lunar, una excompañera de la secundaria que vacaciona en la playa (creo que es Balandra, qué envidia), una pintura horrible publicitada por algo que se llama galería_artetalento, una puesta de sol en la Ciudad de México, el cuadro embalado de otro artista, el video de un encuentro de zines al que no asistí, plantas en el balcón, publicidad que no entiendo qué vende, el estacionamiento de la UACM, la luna llena en la ciudad de Cuernavaca, la publicidad de un mezcal que se ve terrible, seguida de una pieza pictórica de otro colega más…

Esta enumeración podría seguir y seguir, como hacemos todos cuando nos pegamos durante minutos u horas a la pantalla de nuestro celular. Si el Internet ha sido analogado con el Aleph borgesiano, el scrolleo por las redes sociales sería una especie de Libro de arena instantáneo, siempre mutante e infinito, que no se acaba nunca (esto, por no hablar de los stories, que ya ni siquiera necesitan nuestro ímpetu para seguir avanzando). Sin embargo, describir estas imágenes una a una resulta mucho más tardado y complicado que solamente verlas; y es precisamente el momento de la escritura, esa breve ralentización, lo que me hace preguntarme otra vez, como lo he hecho tantas veces, sin estar seguro de la respuesta o de si existe alguna: ¿pero qué hago viendo todas estas cosas, la gran mayoría de las cuales en realidad no me interesa en lo absoluto?

La rápida expansión de la sociedad de consumo, con sus ritmos cada vez más acelerados de producción y obsolescencia, y la revolución digital, con sus redes de conexión global inmediata y sus flujos de capitales financieros, comprimieron el tiempo en un presente devorador, instantáneo y efímero, antes de que terminara el siglo. […] La revolución digital aceleró las comunicación y el acceso a la información a un ritmo sin precedentes y conectó al mundo en la World Wide Web, pero contribuyó al mismo tiempo a desmaterializar el contacto, descorporizar los lazos sociales, multiplicar el consumo y el control y, sobre todo, inscribir la vida humana en un tiempo homogéneo, el tiempo mercantilizado que describe Jonathan Crary. La intensificación de la integración de la actividad humana a los parámetros del intercambio electrónico no sólo vino a exigirnos disponibilidad, la participación activa, la multiplicación de áreas del tiempo y de la experiencia anexada a demandas y tareas maquínicas sin pausa (hay quien se despierta ya por las noches para consultar mensajes o correos electrónicos), sino que ha neutralizado la visión mediante procesos de homogeneización, redundancia y aceleración.

Graciela Speranza, Cronografías,Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo, 2017.

El Internet comenzó a popularizarse después de la caída del muro de Berlín. Años antes, en Estados Unidos y la Rusia Soviética se realizaban investigaciones y experimentos sobre las redes y la interconexión, pero las políticas de la Guerra Fría imposibilitaron abrir estos avances a la sociedad en general. Su expansión sucedió cuando el giro militarista se abrió paso en el libre mercado desde una perspectiva económica que ya no contendía con el comunismo soviético. Su diseminación masiva ocurrió junto con el advenimiento del neoliberalismo y la «globalización».

El problema, como ha señalado Bruno Latour, es que la red no es nunca una esfera, sino un ecosistema de intersecciones, sin adentro ni afuera. Las redes son buenas para describir conexiones inesperadas y de larga distancia, mientras que las esferas describen condiciones atmosféricas locales. Las primeras funcionan para subrayar bordes y movimientos; las segundas, envoltorios y ambiente. Por este motivo, la globalidad es en realidad incompatible con la noción misma de red. «Globalización», argumenta este teórico, es un término vacío que no permite definir desde qué localidades, y a través de qué conexiones, se asume que opera lo «global». La mayor parte de la gente vive en comunidades estrechas y provincias confinadas con muy pocas conexiones a otras provincias igualmente aisladas.

Las redes planetarias se han convertido en lugares dislocados que generan profunda confusión y dislocación. Desde el inicio sabemos que probablemente no encontraremos lo que estamos buscando, así que aprendemos a realizar búsquedas esporádicas y asimétricas sólo para ver a dónde nos llevan. Esto puede verse y sentirse como si estuviéramos a la deriva, y la noción tradicional o conservadora de fondo siempre intentará desestimar su ruido, sus videos de gatos y su pornografía, su techno malo y su rimbombante arte contemporáneo, pero uno debe ser cuidadoso de no subestimar las distancias masivas que están siendo recorridas al mismo tiempo. Estas distancias «reformatean» rápidamente nuestra conciencia y capacidad cognitiva para absorber mundos completos hechos de contradicciones -no sólo en el lenguaje sino mucho más allá de él. […] Nuestra habilidad para atravesar estas contradicciones bien podría convertirse en la columna vertebral de las telecomunicaciones globales que solíamos pensar eran un Internet.

Julieta Aranda, Brian Kuan Wood y Anton Vidokle, “Introduction” en The Internet does not exist, 2015).

Recuerdo nítidamente dos frases que han circulado por las redes sociales: «Amo el Internet pero me está consumiendo» y «Extraño mi cerebro pre-Internet». 

Sin embargo, más que de la época post-Internet, hay quien asegura hoy día que el Internet ni siquiera existe, o que ha muerto.

Hace años, en un tiempo que hoy parece mítico, el Internet fue un lugar de libertad. Numerosos artistas pusieron de manifiesto la dimensión imaginativa y las posibilidades lúdicas que abría ese no-espacio/multi-espacio/anti-espacio que era el Internet a través de sitios laberínticos y lunáticos. Sin embargo, poco a poco la libertad fue cooptada por intereses gubernamentales y financieros y, del énfasis en los grupos, foros y comunidades, se giró hacia el individuo. Esto se incrementó con el Internet de banda ancha y la aparición de los teléfono móviles. Las redes sociales han acentuado este fenómeno. 

Hoy, el Internet es un espacio de vigilancia y control. Empresas como Cambridge Analytics nos han enseñado que estamos generando perfiles de consumo y preferencias que pueden llegar a determinar, incluso, las elecciones de un país. La vigilancia, los monopolios, la generalización del sentido común, el control, el copyright y el conformismo, son la moneda corriente de la red en nuestros días.

El concepto contenedor de «redes sociales», que describe una borrosa colección de páginas de internet como Facebook, Digg, YouTube, Twitter y Wikipedia, no es un proyecto nostálgico con el propósito de revivir el potencial, alguna vez peligroso, de «lo social», como una multitud enfurecida que demanda terminar con la inequidad económica. En cambio, lo social –para continuar en el vocabulario de Baudrillard– es reanimado como un simulacro de su propia habilidad para establecer relaciones sociales valiosas y duraderas.

Geert Lovink, What Is the Social in Social Media?, 2012.

A mediados de los años sesenta del siglo pasado, Marshall McLuhan señaló que las tecnologías no solo modifican la transmisión de contenidos, sino que los determinan. Más aún, el teórico canadiense aseguró que el cambio de la realidad mecánica a la del uso de impulsos eléctricos, se tradujo en transformaciones sustanciales en el entendimiento de uno mismo y los otros, la familia, el vecindario, la educación, el gobierno, el trabajo, así como en modificaciones radicales entre lo público y lo privado. McLuhan entendió a cabalidad que la tecnología trastorna absolutamente todo: el entorno, la percepción, la sociedad, el pensamiento. Entendió que la cultura es una tecnología.

El argumento de la «aldea global», repetida hasta el cansancio como premonición de la globalización, está relacionada con lo que el teórico reconocía como una especie de inmediatez vital «all-at-once-ness«, en la cual, a diferencia de la linealidad que propician el alfabeto y el libro, el tiempo cesa y el espacio se desvanece. Para intentar entender estas transformaciones, McLuhan propuso formas de pensamiento no lineales, experimentos que se avinieran mucho más con la atmósfera inmersiva de las nuevas tecnologías. The mediums is the massage, caleidoscópico collage realizado en colaboración con el diseñador Quentin Fiore, fue una de las herramientas con las que planteó reflexiones críticas sobre este entorno.

En ese texto, McLuhan asegura que los artistas y escritores pueden ver desde fuera el ambiente de una época, bajo una mirada crítica. A partir de anti-ambientes, piezas o situaciones, los artistas pueden proponer medios para ver y entender mejor los ecosistemas tecnológicos, los cuales no son envoltorios pasivos, sino procesos activos invisibles, difíciles de percibir. No es extraño que hoy en día las obras de McLuhan que jugaban con la relación entre texto e imagen, así como con la inclusión de citas y distintas fuentes tipográficas, sean consideradas propuestas artísticas.

El medio o proceso de nuestro tiempo –la tecnología eléctrica–, se encuentra en reconfiguración, reestructurando patrones de interdependencia social y cualquier aspecto de nuestra vida privada. Nos obliga a reconsiderar y reevaluar prácticamente cualquier pensamiento o acción, y todas las instituciones que antes no valorábamos. […] Las sociedades siempre se han forjado más por la naturaleza del medio con la que el hombre se comunica, que por el contenido de esa comunicación.

Marshall McLuhan, El medio es el masaje, 1967.

La idea de que el arte puede funcionar como una herramienta para ralentizar el ritmo vertiginoso del mundo en que vivimos es un lugar común, que yo mismo he defendido en distintos textos. Aunque estoy convencido de esto, ¿qué pasa cuándo los artistas y curadores comienzan a publicar desenfrenadamente sus procesos creativos, sus obras y exhibiciones en las redes? ¿Vale la pena mostrar toda la producción de una pieza en Instagram?¿Cómo entender el ímpetu de autopromoción irrefrenable de las redes sociales? ¿De qué es síntoma esta ansiedad?

Nada más el año pasado, Google y Facebook obtuvieron ganancias por 75 mil y 17 mil millones de dólares respectivamente. El 95% de estos ingresos provino de la venta de publicidad. Al rastrear todos los movimientos de los usuarios, estas empresas pueden ofrecer a sus clientes un perfil detallado de los usuarios como consumidores.

La vanidad es una moneda corriente en la era de la autorepresentación digital y las redes sociales, que nos mantiene a todos contentos mientras las compañías hacen jugosas ganancias con nuestros gustos y preferencias. Cada vez utilizamos más estas redes, enriqueciendo intereses oscuros, mientras empobrecemos nuestras experiencias vitales, nuestra capacidad analítica y de retención de información. Pero más que satanizarlas, es necesario empezar a tomar en serio la idea de que la tecnología modifica a la sociedad en su conjunto: nuestra mente, nuestra percepción, nuestras relaciones con los demás. En vez de ser solamente usuarios, vale la pena comenzar a pensar otras formas de comunicación, reunión y diseminación de contenidos. Propiciar otro tipo de experiencias, plataformas y reflexiones críticas.

Me atrevo a decir que no se han sacado todas las consecuencias de La galaxia Gutenberg, no solo porque esto es aplicable a cualquier obra sino porque, intuyo, la respuesta a ese mosaico –o, mucho mejor, a esa galaxia– no puede producirse por los medios del libro, probablemente ni siquiera a través del texto.

Omar Olivares, Dele clic: reciba un masaje de Marshall McLuhan, 2018.

En promedio, los usuarios desbloqueamos alrededor de 100 veces nuestros teléfonos «inteligentes» en un día. ¿Qué implica esto?, ¿no deberíamos preocuparnos?

El problema es que hoy no basta con alejarse de las pantallas táctiles y los teléfonos móviles. El Internet ya no solo habita en ellos, sino que salió desde hace tiempo al mundo.

En algún momento, eso que ahora se desborda por todos lados se llamó Internet. Hoy ya ni siquiera sabemos bien qué es.

n.terr.ing//de/net.work

Imagen: Cortesía Tabasco 258.

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Este texto fue escrito en el año 2018, tiempo antes de la pandemia de Covid-19 que provocó un confinamiento planetario y un vuelco sin precedente, tan amplio como generalizado, al universo del Internet. Aunque el texto original no fue modificado para la exhibición n.terr.ing//de/net.work y no abarca por tanto este fenómeno, es importante subrayar que los argumentos y las preocupaciones que aquí se presentan pueden ser radicalizados a la luz de estos acontecimientos. 

Corrección de estilo y traducción de las citas del inglés al español por Elizabeth Calzado.

Video e imagen extraídos aquí.

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Esteban King Álvarez es licenciado en Historia y maestro en Historia del Arte por la UNAM. Se desempeñó como curador e investigador en el Museo Universitario del Chopo y coordinador del programa de exhibiciones en Espacio de Arte Contemporáneo (ESPAC).

Archivo | Coleccionismo enjambre, por Adriana Melchor Betancourt

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Febrero, 2021

En la película Blade Runner 2049 (2017) se habla de un gran apagón que ocasionó una pérdida significativa de información resguardada en soportes digitales. La solución, según narra la historia, fue preservar los «documentos» en un formato físico y tangible. Al igual que otros filmes de ciencia ficción basados en ideas de futuros distópicos, estos relatos, más que predecir, dan cuenta del contexto y la sociedad que los produjeron. Si contrastáramos Blade Runner (1982) con su secuela, encontraríamos inquietudes y ansiedades distintas, al igual que contextos políticos diferentes. Llama mi atención que para la secuela no se hayan explotado más ciertos fenómenos que hoy día nos acechan; por ejemplo, el problema del archivo o de los repositorios de información frente a las nubes, el Internet y otros fantasmas digitales, podrían haber estado más desarrollados. Si hubiera una película de ciencia ficción sobre esto, aparecerían ideas como la oposición binaria de lo offline/online, no hablaríamos de la copia y su reproducción, sino de la multiplicidad y trayectorias de objetos e imágenes, yendo y viniendo desde distintos soportes. Esto último me parece que es un síntoma que no solo reverbera en la cultura visual y material, sino que afecta también a las prácticas y procesos artísticos actuales.

Con la creación de la gran red global de información surgen prácticas culturales provenientes de los metadatos, motores de búsqueda, algoritmos, máquinas, bots; y entre todos ellos existen también sujetos peculiares llamados arcontes digitales. Si retomamos la idea sobre Internet como paradigma de archivo, la aseveración nos lleva a plantear una serie de discusiones problemáticas para los académicos tradicionales de la archivística. Pues las lógicas entre archivos y colecciones parecen tener otras reconfiguraciones, y ponen en jaque el principio de procedencia, la autenticidad, la evidencia o la historicidad de los documentos u objetos resguardados. De esta discusión me interesa especular qué pasa con la práctica del coleccionismo bajo esas condiciones.

Para hablar de colecciones, podríamos empezar en la época de los gabinetes de curiosidades. Espacios conformados por estanterías, mesas o pedestales cubiertos con capelos de vidrio para resguardar piezas del polvo. Este era un momento en el que recolectar acentos del mundo parecía importante para la construcción del conocimiento. El gusto por lo extraño, insólito o precioso daba quizás cuenta de una cierta capacidad de asombro. Admirarse a partir de una conchita de mar o de un rastro minúsculo de meteorito, parecía también alentar un cierto tipo de ficción. Una que narraba las hazañas, pero que también daba cuenta de la obsesión, la avaricia, la necedad y demás trapitos al sol del coleccionista. Parecía que si había evidencia de la existencia de un objeto o sujeto mítico, bastaba con encontrar prueba de ello en el despacho de alguien. «¿Sirenas? Sir Fulanito tiene prueba de ello, claro que existen», diría alguien del siglo XVI.

Los viajes estaban en extremo vinculados a la creación de los gabinetes de curiosidades. La exploración de lugares recónditos parecía también conformar una suerte de proto-Panini imperialista. Un «check-in» a la Foursquare en ese entonces significaba traer algo de ese lugar que comprobara la visita a suelo exótico. Algo muy similar a las prácticas de avistamiento de aves: se tiene un catálogo y se anota una marca cuando se ha mirado la especie. No obstante, el coleccionismo más obsesivo es el que se centra en un solo objeto o imagen, y lleva su pesquisa a las últimas consecuencias, hasta trastornarla en acumulación. Aquí ya no imagino una o varias estanterías medio polvosas con objetos más o menos alineados, sino un cuarto que ha perdido la puerta.

Se dice que al coleccionar un objeto, éste pierde todas sus funciones originales, olvida su utilidad y se convierte en un acto contemplativo. Bajo este principio –y otros más– se conformaron los museos. Un exquisito gabinete de curiosidades muy depurado se convirtió en una colección, que para evitar acumularse y perder visibilidad, se dispuso en un espacio para la mirada y la experiencia de los usuarios. Pronto los relatos de ficción se convirtieron en estrategias políticas de Estado.

¿Qué es Internet? ¿Un gran repositorio de documentos, una masa de unos y ceros, constelaciones de objetos inmateriales? Es un mundo digital que ha generado una obesidad en la información. Alguien me explicaba que los archivos contenidos en nuestros discos duros necesitan migrar cada cierto tiempo a otro nuevo, pues por más cuidados que brindemos a los dispositivos, éstos van trastornando el contenido, el cual está disperso y desmembrado en ceros y unos sobre un espacio-temporal. Es decir, requieren que alguien del exterior acceda a ellos para llevarlos a otro lugar y así asegurar su supervivencia. Esto describe la relación que tenemos ahora con este tipo de «cosas» que oscilan entre el mundo offline/online para funcionar.

Imagino entonces que lo que resguardamos en nuestros discos duros o cuentas de Instagram son una suerte de gabinetes de curiosidades. Estos documentos, objetos e imágenes digitales flotan de modo fragmentado y vigoroso como grandes enjambres ensordecedores. Organismos que se alimentan de la actividad de un homo digitalis que reactualiza la información desde el mundo offline. Por ejemplo, la cultura del meme requiere que el usuario conozca el contexto del cual sale la imagen-textualidad para entender el chiste. Pero también, dentro de esta cultura mediática, hay fenómenos más rebuscados que viajan entre dos mundos.

La otra vez un amigo me explicó el gif de Thalía en traje rosa de flecos. Resulta que esta profesional del espectáculo es sumamente popular en Instagram y que en una de sus «historias» improvisa una canción. El momento se vuelve viral y el vestuario de esta cantante durante el video, se materializa en una piñata diseñada por algún fan. Luego esta mujer pide que le compren la piñata para su cumpleaños y esta imagen regresa a su red social. Esto se vuelve aún más esquizofrénico porque la improvisación vocal de Thalía tiene varias versiones sampleadas, convertidas en éxitos de pistas de baile que circulan por Spotify. Todo esto hasta llegar a convertirse en un gif. Estas trayectorias dan cuenta de los vaivenes entre soportes y el tránsito de un mismo fenómeno entre lo offline/online, pero también son como microcolecciones de un solo objeto.

¿Qué tipo de coleccionista estamos presenciando? Podríamos llamarlo un coleccionista-postproductor. ¿Qué clase de ficciones producen sus objetos? Unas más cínicas desde luego, pues éstas no reniegan de ser invenciones. La diferencia con aquel creador de gabinetes de curiosidades de la Ilustración, es que este coleccionista no parece estar interesado en estudiar o entender el mundo que le rodea, pues incluso peligra en convertirse en un acumulador. Contribuye en gran medida a engrosar el enjambre y ofrece momentos fugaces para ciertos sujetos sin garantizar la evidencia de su existencia. El espacio narrativo que utiliza es muy inestable y necesita un tipo de contemplación específica que solo puede ser a través del retweet, del repost o el share.

Estas colecciones contienen objetos digitales temporales y parciales. Están suspendidos en ruido y con el temor a ser olvidados si su conexión con el mundo offline se pierde. Si hubiera un gran apagón, quedarían en el olvido a menos que alguien decidiera imprimirlos y dotarlos de un soporte de inscripción tangible y materialmente estable (una piñata, por ejemplo). Esta podría ser la premisa para un relato de ciencia ficción, en el que existirían personajes que buscan prevenir una falla en la electricidad y sobrevivir sin depender de un arconte digital que realice un respaldo para evitar una catástrofe. Tendrían que buscar a un coleccionista-productor para que dejara «migas de pan» en las trayectorias entre lo off/on de estos objetos. Y buscar a un arqueólogo del saber para realizar una pesquisa de las diferentes formas que han tomado estos fenómenos.

En este gran espacio que es Internet, los objetos, imágenes y fenómenos digitales tendrían que asegurarse de no perder la puerta entre tanta información obesa. Si es que quisieran sobrevivir. De lo que da cuenta este repositorio es del temor a ser una colección finita y por eso multiplica en diversos estados los rastros de estas piezas. No obstante, hay un propósito que se desdibuja y se pierde en la ansiedad por resguardarlo todo y además hacerlo público. Tal vez solo deberíamos aceptar que hay finitud, que se trata de la pausa para la reflexión que ciertas experiencias nos brindan; tomar distancia, mirar de lejos el enjambre para no perderse en él y hallar momentos de silencio que nos sigan despertando curiosidad por el mundo.

Sí, todo se acaba. Hay finales. Pero pienso en casos tan complicados como la pérdida de un patrimonio o de objetos significativos que no solo funcionan para la contemplación, sino justo para imaginar y construir un tipo de ficción comunitaria importante. Por ejemplo, los desastres que las guerras ocasionan a los museos y al patrimonio cultural de países como Afganistán o Irak, lugares que han sido víctimas del saqueo a sus colecciones o que han visto destruidos sitios arqueológicos de suma importancia. O el incendio que destruyó significativamente el acervo y el inmueble del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro. ¿Qué se puede hacer aquí? ¿Una reconstrucción? ¿Reproducciones? ¿Se perdió y ya? Imagino que este tipo de preguntas rondan entre las discusiones más acaloradas de profesionales de la conservación.

Mientras tanto, algunas prácticas artísticas se han dado a la tarea de «reconstruir» piezas u objetos de alto valor cultural a partir de registros varios e incluso fotografías de turistas. Extraen del enjambre fragmentos y rastros de esta información para reunirlos e imprimirlos en tercera dimensión o hacer una suerte de montaje holográfico. En otro momento habría que revisar ejemplos concretos de este tipo de procesos y resultados, pero parece ser que el objetivo no es crear falsos históricos, sino otro tipo de experiencia, quizás una evocación de memorias visuales y táctiles. Lo que vuelve a aparecer aquí son las trayectorias y el intercambio de materialidades que inscriben a estos fragmentos en sus imágenes-objetos digitales. Parecería entonces que el coleccionismo enjambre refiere a coleccionar fracciones dispersas de una misma idea, en un espacio y tiempo específicos. Tal vez este tipo de coleccionismo trate de entender y navegar esta dispersión, pues ninguna de las piezas que busca está completa.

En 1688 el médico suizo Johannes Hofer definió que la nostalgia era una enfermedad. Un malestar que afligía a la imaginación y que operaba bajo «magia de asociación», lo que significaba que el paciente asociaba todos los elementos de su vida diaria a una sola obsesión; y que la persona nostálgica estaba poseída por una manía del anhelo. Pareciera entonces que lo que tenemos frente a nosotros es una evolución de este mismo padecimiento, manifestado en la angustia por encontrar el fragmento que le permitirá al coleccionista completar la pérdida de ese algo que quizás ya no existe, y que es solo un eco que rebota en sus distintos soportes de inscripción.

De la colección del Museo Nacional de Brasil solo sobrevivieron unos meteoritos, uno en particular, el más valioso, se llama Angra dos Reis. Mide cuatro centímetros, pesa 70 gramos y fue descubierto en 1869. Es un tipo de roca única que pertenece a los núcleos de planetas –zonas de altísimas temperaturas–, que se formó incluso antes de existir un sistema solar; es un vestigio antiquísimo que guarda información del origen de los astros. Esta pequeñez ardió y ardió esa noche de septiembre, y vio consumirse otras historias de la humanidad.

http://tabasco258.website/

Imagen: Cortesía Tabasco 258.

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Este texto fue comisionado en 2018 más como un ejercicio de escritura libre que invitaba a evitar las citas y referencias académicas dentro del mismo. A la luz de este nuevo proyecto editorial y expositivo de Tabasco 258, nos resulta pertinente escribir esta pequeña nota que contextualice las ideas que aparecen en este ensayo. En su gran totalidad dialogo con las propuestas del Dr. Jesús Fernando Monreal Ramírez vertidas en su artículo Arcontes digitales y artistas re-colectores. Poéticas de archivo entorno de las humanidades digitales, en ese entonces inédito y después publicado por la revista artnodes en 2019. Asimismo, se suman las reflexiones surgidas del programa público Provocaciones al archivo: Clínicas acervos, conservación y arte realizado en la Sala de Arte Público Siqueiros en 2018; particularmente las sesiones con la especialista Natalie Baur del Colegio de México y el artista Miguel Ángel Salazar.

Aquí la referencia: Monreal Ramírez, Jesús Fernando. 2019. «Arcontes digitales y artistas re-colectores. Poéticas de archivo en el entorno de las humanidades digitales». En: Nuria Rodríguez-Ortega (coord.). «Humanidades digitales: sociedades, políticas, saberes II». Artnodes. No. 23: 89-95. UOC. Disponible aquí.

Video extraído aquí.

Corrección de estilo por Elizabeth Calzado.

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Adriana Melchor Betancourt estudió la licenciatura en la Universidad Iberoamericana y es maestra por la Universidad Nacional Autónoma de México, ambos grados en historia del arte. Ha colaboradora en distintas publicaciones dedicadas al arte contemporáneo y al diseño, entre ellas Ediciones TransversalesCaínLa TempestadCódigo y Blog de Crítica. Actualmente trabaja en la Sala de Arte Público Siqueiros e imparte clases en la Universidad del Claustro de Sor Juana.

Gramáticas del habitar

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Por GASTV | Febrero, 2021

Proyecto Paralelo presenta Gramáticas del habitar, diálogo entre el trabajo de David Miranda y una selección de materiales del archivo de Mathias Goeritz. Exposición que pone en evidencia la actualidad del pensamiento de Goeritz con respecto a los valores de la arquitectura en tanto espacio emocional capaz de generar sensibilidad aún sobre la funcionalidad. Igualmente, pone de relieve la naturalidad con la que la obra de arte y el espacio doméstico se integran en la experiencia real y subjetiva del habitar.

Hacia la segunda mitad del siglo pasado, Mathias Goeritz reconsidera en sus proyectos escultóricos y arquitectónicos la idea de la emoción en el espacio. Una forma de expresión que se deslinda del carácter utilitario del diseño y del funcionalismo arquitectónico. Su diseño escultórico, arquitectónico y su poesía concreta, dan cuenta de una gramática espacial que amplia las formas de comprensión del espacio en tiempo presente al depender de la existencia de la percepción de quien ve y habita sus obras.

Bajo esta premisa, Gramática del habitar busca hacer un apunte al misterio de la forma edificada por los seres humanos, a las inquietudes no utilitarias de la experiencia espacial y a las formas de expresión provenientes de la experiencia arquitectural. Éstas implican la proyección del espacio edificado de forma emocional, así como una aproximación artesanal a materiales de construcción como el barro, la madera y las telas esquilas.

Con la curaduría de Paola Santoscoy, Gramáticas del habitar se puede visitar con cita previa.

Foto: Proyecto Paralelo.

Kontoy 2020, de Octavio Aguilar

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Por GASTV | Febrero, 2021

Parallel Oaxaca presenta Kontoy 2020, de Octavio Aguilar (Oaxaca, 1986). Exposición que propone una introducción al complejo panorama de representaciones simbólicas de Kontoy, el héroe mítico, deidad dual y protector del orden cosmológico de la cultura ayuuk en Oaxaca.

El trabajo multidisciplinario de Octavio Aguilar se expande en medios como el dibujo, la pintura, la fotografía, la instalación, la escultura, el video y el performance, haciendo una crítica a las políticas de representación occidentales y oficiales que excluyen la pluralidad en conceptualizaciones del cuerpo, el espacio y el tiempo, así como en los sistemas culturales comunitarios, lingüísticos y cosmológicos.

Para Kontoy 2020, el artista investigó en diferentes comunidades ayuuk en Oaxaca los mitos sobre los viajes y evidencias de Kontoy y su hermana gemela Tajëëw, la serpiente. Las narraciones cosmogónicas los relatan como deidades gemelas que nacieron de un huevo en una montaña/cueva/laguna. Su concepción como entidades multisignificativas les manifiesta con propiedades zoomorfas y capacidad para transitar sobre los dominios terrestre, acuáticos y celestiales.

La recopilación de mitos de Kontoy y Tajëëw como fuerzas anímicas territoriales en el imaginario comunitario, se centra en los acontecimientos y tránsito de estos personajes sobrenaturales como protectoras del orden y reciprocidad del pueblo ayuuk con su entorno natural; siendo estas fuerzas quienes aseguran el lugar, los territorios y la cosmovisión comunitaria.

Hasta el 17 de marzo de 2021.

Foto: Cortesía Parallel Oaxaca.

Chatarra Amnésica: proyectos de intervención pública en Ciudad Tlatelolco

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Por GASTV | Febrero, 2021

Balam Bartolomé (Ocosingo, 1975) presenta la publicación digital de Chatarra Amnésica, propuesta de intervención pública con obra de once artistas en las inmediaciones del Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, Ciudad de México.

Los monumentos y estatuas que habitan el espacio público representan altares a personajes y periodos ignorados por la mayoría. Estos fueron erigidos en distintas épocas y con desiguales intenciones, en su mayoría como resultado de negociaciones políticas, lo que los vuelve criptas alquiladas al mausoleo de la historia, dispuestas e impuestas en el espacio público.

Por calles y plazas de México es común encontrar monumentos rotos, placas ausentes y pedestales vacíos. Este abandono ha vuelto del patrimonio urbano materia reciclable, fierro viejo, una chatarra amnésica. Su desmantelamiento y desaparición reflejan la depredación que ha padecido la nación durante siglos. Atender la relación espacio-tiempo de estos vacíos desde la sanación reflexiva permite su mejor comprensión.

En Tlatelolco, donde este fenómeno de carroña urbana es común, se convocó a un grupo de artistas a realizar intervenciones públicas, físicas y virtuales, cuestionando e interpelando esos vacíos en su trasfondo físico, simbólico e histórico.

Para Chatarra Amnésica se fotografiaron aquellos escenarios donde hay monumentos, estatuas o placas desaparecidas, y se invitó a un grupo de once artistas a intervenir esos vacíos mediante renders digitales, acciones, dibujos y textos.

Con la participación de Javier Anaya, Verónica Bapé, Antonio Bravo, María Cerdá Acebrón, Carlos Iván Hernández, Mónica Herrera Montiel, Juan López, Perla Ramos, Alan Sierra, Laura Valencia Lozada y Yutsil.

Consulta la publicación digital aquí.

Imagen: Fueron los militares, de Antonio Bravo | Cortesía Balam Bartolomé.

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Archivo | Chatarra Amnésica, por Balam Bartolomé