Proyectos Monclova presenta La importancia de ser autosuficiente, primera exposición individual de Néstor Jiménez (México, 1988) en la galería. Consciente de que el concepto de la autosuficiencia es en realidad una fantasía porque siempre está en constante tensión la independencia a nivel personal y la codependencia social, el trabajo que Jiménez presenta en esta se posiciona justo entre ambos conceptos.
Integrada por 28 pinturas de producción reciente —toda la obra se realizó durante el 2020—, la exposición dialoga con ciertas ideas de la escuela socialista y el ir y venir entre la lucha por el bienestar individual y el bien común. En cada obra, Jiménez hace una representación de las diversas distorsiones ideológicas resultantes de las numerosas interpretaciones de las políticas de la URSS, reflejadas en la arquitectura vernácula de distintas etapas socioeconómicas de la historia mexicana.
Además, el artista retoma ciertos principios de libros como We build from cardboard (A. Leptev, 1932) y Politecnican Young (N.D Belayanov / V.P Nardashev, 1931), en los que se evidencian los objetivos predeterminados para la población infantil de la entonces emergente dictadura del proletariado: enseñar oficios de manera didáctica para que los niños se sumaran a las labores sociales que practicaban sus padres.
En palabras del artista, «La importancia de ser autosuficiente es un espacio para la reconsideración histórica de las aspiraciones convulsas de grupos humanos que, rebasados por una desastrosa realidad, optaron por diluir y permear a través de los ‘techos sociales’ ciertos saberes prácticos».
Proyectos Monclova presenta Descalzos los pies, los campos en ellos, sentiré al acreedor de la tierra en mis plantas desnudas, exposición de Verónica Gerber Bicecci (México, 1981) que reúne cinco proyectos que dialogan con la reescritura, las voces del pasado y la traducción. Gerber Bicecci se plantea la pregunta sobre la acumulación una y otra vez, en todas las traducciones posibles, incluyendo aquí la ejercida por el paso del tiempo y la atracción del espacio.
«Gerber insiste en que una obra es una cita a la que llegamos, si queremos, tanto los lectores como los materiales y la autora a un mismo tiempo. Aquí nos hemos quedado de ver, en la materialidad del libro o de la exposición, para dirimir y cotejar, para interpretar y definir a medida que nos articulamos y nos conocemos», menciona Cristina Rivera Garza en el texto de sala.
En este sentido, la exposición se configura como una conversación o una interacción esbozada por la serie de decisiones de las que la autora se vuelve responsable −como siguiendo las huellas que han dejado otros− y de nosotros que participamos de la re-escritura y resignificación de estas piezas que van de 2017 a 2020.
Todas las citas son de Deleuze, a menos que se atribuya lo contrario Thom Andersen
A principios de este año le envié un Whatsapp a S.A., un cineasta, guionista y crítico de cine, le pedí que me recomendara una Historia del Cine que planeaba leer durante febrero: me encontraba bajó el cliché de los propósitos que colorearían mi imaginario con narraciones interesantes; una acto escapista, por supuesto. No dijo mucho y más bien me envió una liga a Vimeo y una contraseña. Le agradecí la generosidad un tanto desilusionada, yo quería leer no sumar una peli más a la lista desbordada.
Pasaron un par de semanas y una noche que me sentía un tanto desanimada por desplantes cotidianos efecto de convivencias saturadas decidí entrar al enlace. Me conmovió encontrarme con The thoughts that once we had (2015), de Thom Andersen: un collage de fragmentos de varias pelis montados al lado de frases de textos de Gilles Deleuze sobre dicho medio. Mi corazón latió fuerte. Varios meses atrás había tomado algunos cursos de apreciación y crítica de cine: en el primero un crítico nos había intentado enseñar una especie de buen cine basado en cierto uso de la gramática y en ciertas apuestas vitales que definitivamente descartan toda la producción de Christopher Nolan; en el segundo ocurrió algo maravilloso, bajo el cobijo de la revista Correspondencias, nuestros guías nos ayudaron a entender el lenguaje cinematográfico en relación al pensamiento, no como determinación, sino como apertura… la técnica, sí, pero en función no solo de la producción sino de la lectura singular de cada espectador; finalmente encontré en Casa Negra otro taller, esta vez de crítica de cine, en donde me transmitieron una simpoiética de la escritura en donde el texto tiene varios tentáculos y paraderos: uno en conexión con las imágenes en movimiento, otros basados en lo que cada crítico entiende por mundo, guión, luz, espacio, tibieza u osadía, local y/o transtemporal… un amasijo que condensa una toma de postura y que duda de una comunidad ideal en donde todos estamos de acuerdo, en donde la ideología arrasa con el propio ejercicio crítico.
Con ellos me dio la impresión de que el crítico de cine guarda en el secreter la pluma junto al guante de box. En dos de los tres talleres el nombre de Gilles Deleuze causó incomodidad y gestos de desaprobación. Me fui dando cuenta de que más que un rechazo a su pensamiento en concreto, el salpullido era resultado del uso de los términos (por cierta escuela) como manual para analizar cualquier peli. Como cuando se intenta hacer de la deconstrucción un método. Conecté con esa sensación porque en mi ámbito, «el arte contemporáneo», hay veces en que sucede lo mismo: se deja de ver a la obra, o si se la ve, tan solo es para seleccionar los fragmentos que ayudan a ilustrar una teoría o un programa institucional o sociopolítico que la excede y así educar.
Esto lo pude apalabrar hasta que vi The thoughts that once we had: aunque había leído ya Cine I (editorial Cactus) de Deleuze, no me cayó el mismo veinte que cuando puse en primer plano al cine, a las imágenes. No intento caer en una discusión binaria del tipo, «¿qué fue primero, el huevo o la gallina?», «¿el lenguaje o la imagen?». Lo que quiero traer al frente es el uso de ciertos «significantes despóticos»1 que ordenan todo desde un punto de vista que funciona como imán de lo que se encuentra alrededor. Aproximaciones a la obra de arte que miran para no mirar, es decir, solo para reafirmar lo que el sujeto pensaba ya de antemano. No me refiero a acercarse desde una inocencia en la mirada, mucho menos desde una mirada pura (suena a fascismo), sino a una disposición de escucha con los ojos, de atención ante lo que está frente a uno. El visionado de un filme algo altera.
La pregunta no es por el significado de la obra de arte sino por la disposición como espectadores ante ella.
Todo este hilo de pensamientos se sucedieron al intentar escribir sobre Actos de ilusión (2020), de Fabiola Torres-Alzaga en Sala 10 del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC). La película comienza mostrando la tramoya y la iluminación de un escenario con un movimiento lento de arriba hacia abajo, como si la cámara misma estuviera descendiendo por una polea, en una escala imposible de apreciar desde el punto de vista de los ojos de una persona en el mismo espacio. El primer subtítulo que aparece dice: «Iluminar un área es enfocarla», la imagen es completamente negra, luego leemos «Encuadrar también», posteriormente «Iluminar y encuadrar es enfocar la mirada».
¿Qué es ver cine? No hay una sola manera (incluso para el mismo sujeto) o un modo correcto. Parece que la crítica sabe ver mejor porque conoce la cocina detrás de las producciones: los actos de ilusión. Una de las primeras cosas que me sorprendió al empezar a estudiar sobre películas fue la conciencia de que detrás de la cámara hay un sujeto, una máquina, una persona o una máquina-persona que filma.
Hace poco estaba viendo Tokio Ga (1985), de Wim Wenders, un filme que para mí es una crítica narrativa en movimiento y una experiencia de visionado del director sobre el cineasta Yasujirō Ozu. Wenders lo quiere y va en búsqueda de él (quizá a ti también te haya pasado ir de la obra al mundo, yo, de adolescente, ahorré e hice lo imposible para ir a Nueva York y conocer a Paul Auster, no al de carne y hueso, sino al que había fabricado ese mapa tan particular sobre esa ciudad singular que ansiaba recorrer: el país de las últimas cosas). Wenders va a Tokio a buscar a Ozu y lo encuentra y no lo encuentra y lo pierde y lo inventa.
Wenders filma una conversación con Yuharu Asunta, el segundo ayudante de cámara de Ozu en sus primeros filmes mudos, después su primer ayudante y finalmente durante 20 años su cámara. En la peli cuentan como a Ozu le gustaba filmar con la cámara casi al ras del suelo, incluso diseñó su propio tripié. El cuerpo de Asunta filmaba acostado; el ojo en una escala similar a la de mi gata, me agacho, la acaricio, vemos juntas la primera fila del librero, pero mi ojo no mira como una Mitchell (cámara que utilizaron en sus últimos trabajos) con un objetivo de 50 mm.
Pienso en Ozu mientras veo la película de Torres-Alzaga. Su interés por las luces, las sombras, los magos, los engaños coloridos de los juegos de cartas y de manos-moneda que se ocultan me hacen pensar en qué tipo de demanda le hacemos al cine, en si es o no válido solicitarle un presupuesto de verdad: ¿se puede preguntar por la verdad en cine? Es un trampa, las preguntas se hacen a las obras en particular no a la supuesta estandarización de cualquier medio. A cada cineasta le interesa algo distinto, Wenders piensa que Ozu vivió y fabricó un mundo en el que las imágenes todavía estaban unidas a éste. A Fabiola le interesa el trampantojo, lo que sucede en la oscuridad, en la página del MUAC hay una entrevista en la que dice:
«Al terminar de ver una película en 16mm, una cineasta me dijo que acabábamos de pasar la mitad del tiempo en completa oscuridad sin siquiera darnos cuenta. El hecho me pareció una gran metáfora sobre la visión. Cada fotograma que vemos proyectado en luz precede a uno idéntico en completa oscuridad. Ésa es la danza del cine, la combinación de la mecánica del parpadeo del proyector en conjunto con nuestra persistencia retiniana. Ahí reside su movimiento continuo. Una ceguera en convenio que despoja de su pasividad al espectador, haciéndonos coparticipes en la proyección de imágenes frente a la pantalla. Ahí estábamos, ella y yo, frente a la luz que era capaz de desaparecernos la oscuridad presente. Aquella que a su vez es la que posibilita el movimiento en el cine. El crítico y curador Amos Vogel lo describe como un matrimonio donde la esencia del cine no es la luz como se suele pensar, sino un pacto secreto entre la luz y la oscuridad».2
La relación que establece entre la oscuridad, la magia y lo oculto que devela me hace pensar en el encuadre como una renuncia a la metafísica del todo, una muerte de Dios en donde es imposible una mirada omnisciente, afortunadamente lo que nos queda es el montaje y las preguntas entre cada intervalo, también el arrojo a la ilusión misma en la que vemos una película sin desconfiar de ella como dice el crítico (espectador) de cine R.G.: entenderla antes de sacar los cuchillos lenguados y señalar los errores. El pensamiento de R.G., su invitación a no desconfiar de las imágenes, me rondó la cabeza muchos días. Para mí es importante olfatear, desconfiar, para considerar la parcialidad de mi mirada, para entender los problemas sociales detrás de las producciones deseantes particulares.
Pienso que mi yo no es una unidad, que lo íntimo es externo, desconfío porque en una lógica de multiplicidades las líneas no son continuas, se mueven. Un día me dije que sí, que me gustaba suspender el juicio para ver lo que alguien más preparó, pero que no me era posible sostenerlo (paranoica como soy) para siempre. Junto al filme de Fabiola, me pregunto por la ilusión en cine, no por su verdad, sino por su producción material, por sus efectos mensurables y por aquellos inaccesibles. ¿Para qué mirar a una mago manipulando una moneda? ¿Para cachar en dónde está la trampa o para disfrutar el flujo del movimiento? No hay una respuesta correcta.
Actos de ilusión, de Fabiola Torres-Alzaga se presenta hasta el 22 de febrero de 2021, a través de #Sala10.
Imágenes: MUAC.
— —
1 En Anti Edipo: ¿Cómo podría haber extracción parcial en un flujo, sin separación fragmentaria en un código que llega a informar el flujo? Si hace poco dijimos que el esquizo está en el límite de los flujos descodificados del deseo, era preciso entenderlo como de los códigos sociales en los que un significante despótico aplasta todas las cadenas, las linealiza, les da una biunivocidad, y se sirve de los ladrillos como de otros tantos elementos inmóviles para una muralla de la China imperial. Pero el esquizo los separa, los despega, se los lleva en todos los sentidos para recobrar una nueva polivocidad que es el código del deseo.
2 Consultado el 23 de enero, entrevista disponible aquí.
Como parte de la programación a distancia de Cultura UNAM, el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) presenta Actos de ilusión, de Fabiola Torres-Alzaga, obra que ahonda en los marcos de la representación fílmica y en cómo ésta aparece en la construcción del espacio y de la narración en movimiento.
El video se estructura como una pieza teatral: comienza con un preámbulo y se sigue de dos actos, creados a partir de escenas que superponen aparición y desaparición de imágenes. El público espectador espera en la oscuridad mientras se abre el telón, a la expectativa de lo que vendrá, atento al surgimiento de lo oculto. La sucesión fantasmagórica de imágenes se contrapone con la voz de la artista para crear un diálogo de silencios y presencias. De manera sutil, Torres-Alzaga introduce a un juego de luces y sombras para establecer una tensión con el encuadre a través de una secuencia de desdoblamientos entre aparecer, desaparecer, reaparecer, no aparecer más.
El trabajo de la artista analiza la construcción de la imagen fílmica y cómo se conforma su representación: ¿qué sucede cuando se representa?, ¿cómo opera la mirada del espectador?, ¿qué procesos y qué tiempos se despliegan para que la representación ocurra?, ¿qué es lo que vemos y dejamos de ver?
Disponible a través de #Sala10 hasta el 22 de febrero de 2021.
A través del programa mensual de exposición y venta 1mes | 1artista, El 123 propone un espacio para ampliar el arte contemporáneo a nuevos públicos en el centro de la Ciudad de México. Este año, El 123 reabre sus puertas para ofrecer nuevas funcionalidades y actividades con más espacios colaborativos para fomentar la creación.
Las remodelaciones integran la reapertura de la galería y la creación de una biblioteca de libros de arte, además de la implementación de una herrateca y un estudio foto en el taller.
El espacio quiere reafirmar su rol como espacio multidisciplinario y comunitario, a través del apoyo colectivo vía Kickstarter. Puedes donar y consultar las recompensas aquí.
Zona Maco prepara su edición 2022 con actualizaciones en su espacio de exhibición. Para este año, Zona Maco reunirá sus cuatro ferias: arte contemporáneo, foto, diseño y salón, cada una con una entrada independiente y a la vez unidas por áreas comunes de esparcimiento.
Entre sus cambios se renueva el equipo curatorial, integrado por Direlia Lazo (La Habana, 1984) como curadora de la nueva sección Zona Maco Ejes, que fusiona y reemplaza las secciones Nuevas Propuestas y FORO; Luiza Teixeira de Freitas (Río de Janeiro, 1984) como curadora de Zona Maco Sur, Esteban King (México, 1986) como curador de la sección Arte Moderno. También se suman Sara Hermann (Santo Domingo, 1969) como curadora de Zona Maco Foto, y Alfonso Miranda (México, 1978) como curador de Zona Maco Salón.
De manera paralela, Zona Maco continuará con su programa paralelo de exposiciones y actividades en distintos puntos de la Ciudad de México.
Este es un recuento que demuestra la multiplicidad de sentidos y fines que pueden adquirir los objetos más allá de las intenciones originales de sus creadores. Es evidencia de su potencia. En esta ocasión, se hace mención a un conjunto de más de tres mil piezas de cerámica que salieron a luz alrededor de 1944 en Acámbaro, Guanajuato –una comunidad mejor conocida por su pan dulce.
Cuenta la leyenda que un día de julio de 1944 Waldemar Julsrud –un migrante alemán que generalmente es calificado como antropólogo aunque en realidad era un exitoso comerciante– se topó con una pieza de cerámica semienterrada al pie del Cerro del Toro, cerca de Acámbaro. Al extraerla y observarla, encontró ciertas similitudes formales con los vestigios arqueológicos encontrados frecuentemente en la zona, relacionados con la cultura preclásica de Chupícuaro. No obstante, el espécimen también era totalmente distinto. El objeto representaba lo que parecía ser un dinosaurio en un estrecho vínculo con otra figura de apariencia humana, como si el prehistórico reptil fuera casi un animal doméstico. Ante este hallazgo, Julsrud contrató a un ayudante, Odilón Trujillo, para buscar más vestigios. Juntos lograron amasar un conjunto de más de tres mil cerámicas que además de hombres y dinosaurios representaban suertes de animales o seres fantásticos así como figuras humanas que parecían relacionarse con distintas culturas del mundo.
Durante la década de los cuarenta del siglo pasado, la cerámica de las culturas de occidente (entre las que se encuentra Chupícuaro) gozó de un creciente interés antropológico y arqueológico, se popularizó como parte de una cultura visual moderna y se dinamizó su coleccionismo institucional y privado, tanto en el país como extranjero. Este es parte del contexto del hallazgo de las cerámicas de Acámbaro y de la transformación de Julsrud de comerciante a arqueólogo.
Desde 1945 aparecieron múltiples notas en la prensa de Acámbaro, del estado de Guanajuato y en periódicos nacionales sobre este inusual descubrimiento. Aunque estas reseñas y primeras fotografías impresas de las piezas escavadas catapultaron la imaginación de algunos, entre los antropólogos mexicanos gozaron de escepticismo. Y es que, como se mencionó, la década de los cuarenta fue de un pronunciado interés científico en las culturas de esa región. Su estudio, por decirlo de alguna manera, se especializó. Solo para dar un ejemplo, se dejó de emplear el término Tarasco para referirse a las distintas culturas de la zona y se optó por un estudio por grupos culturales específicos que poblaron el Occidente de México. Los arqueólogos que trabajaban en la zona gozaban de un nuevo aparato crítico para desconfiar, de entrada, de las cerámicas del Julsrud. Aun así, y en cierta medida respondiendo a la mediatización del hallazgo, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) inició una investigación de las piezas a inicios de los cincuenta con el fin de validar su autenticidad.
Y es que hay ciertos elementos de las piezas de Julsrud que se relacionan con el arte y la cultura material de las culturas de occidente, mismas que entre ellas comparten algunos rasgos comunes. Uno de estos es la factura de piezas de cerámica. Además de representar figuras humanas, escenas de vida cotidiana, arquitectura y animales (como los famosos perritos de la cultura de Colima), estas cerámicas también dan forma a seres y animales de apariencia fantástica (especies de sirenas por ejemplo) o ensambles (como un torso humano con piernas en forma de serpiente) que algunos críticos del siglo XX –como Salvador Toscano o Paul Westheim– llegaron a calificar como surrealistas.
Los mismos críticos de esta estética prehispánica también llegaron a comparar algunas cerámicas antiguas con la caricatura, debido a sus soluciones imaginativas. Algunas piezas descubiertas por Julsrud podrían entrar en este categoría «fantástica» de cerámica mientras que otros objetos de su colección, de hecho, presentan algunas características formales (como el alargamiento de ojos) recurrentes en la cerámica de occidente. Sin embargo, la presencia de dinosaurios no encajaba en esta categoría asociada en seres fantásticos y desestimaba todo el conjunto como evidencia arqueológica. Además, prácticamente todas las cerámicas de Acámbaro carecían de pintura o algún tipo de esmaltado. En cambio, las piezas arqueológicas asociadas a la cultura de Chupícuaro se caracterizan por contar regularmente con patrones geométricos policromados pintados sobre estatuillas figurativas o utensilios cotidianos.
A inicios de los años cincuenta, la noticia sobre las figuras de Acámbaro empezó a circular en Estados Unidos. Ante el desinterés de la antropología institucional de México, Julsrud se transformó en arqueólogo y escribió un folleto de divulgación científica sobre su colección, Enigmas del pasado (1947), que llegó a manos de varios lectores estadounidenses, algunos de ellos adherentes a ideas sobre creacionismo, otros relacionados con el periodismo de tabloides. Para los primeros, la presencia de dinosaurios refutaba la idea de evolución ya que demostraba la existencia del ser humano desde el mesozoico o una existencia reciente del planeta. Para los segundos, era tan solo material para vender notas sensacionalistas.
La combinación de ambas perspectivas, para un sector asociado a la investigación científica, resultó un coctel explosivo. Reaccionando a estas primeras notas de divulgación de especulación creacionista o sensacionalismo, que circularon en periódicos como Los Angeles Times, el antropólogo Charles C. Di Peso decidió viajar a Acámbaro en 1953. En ese entonces Di Peso era el director del Amerid Foundation en Arizona, un museo y centro de estudios sobre culturas indígenas del continente americano. Además, Di Peso era un especialista en cerámica antigua debido a sus pioneras investigaciones sobre Paquimé.
Di Peso redactó dos reportes finales de su investigación. El segundo era correctivo y refutaba de manera contundente algunas observaciones de sus primeros resultados que pudieran dar pie a que se creyera en la posible autenticidad de las piezas. Su dictamen final es definitivo sobre la falsedad de los objetos. Además de la falta de policromía, reconoce la carencia de patina, daños o erosión. Dentro de una lógica estratigráfica comprueba que todas las piezas se encontraron enterradas tan solo a unos metros de profundidad y, más o menos, en conjuntos. Finalmente, Di Peso reportó que se entrevistó con una familia local que confesó participar en la producción de las piezas, mismas que manufacturaron a lo largo de varios de años, recibiendo como pago un peso por figura. Detractores del reporte final del Amerind Foundation argumentaban la falta de claridad por parte de su autor al redactar dos documentos, hecho que dio pie a dudas o conjeturas. Julsrud siempre rechazó los resultados obtenidos por Di Peso. Al poco tiempo, en 1955, el INAH también redactaría su informe final sobre las figuras de Acámbaro llegando a las mismas conclusiones que el director del Amerid Foundation.
No obstante, también en 1955, Julsrud encontró un aliado en el historiador, egresado de Harvard, Charles Hapgood. Ese año, Hapgood visitó Acámbaro gracias el financiamiento del inventor y filántropo Arthur M. Young. El resultado de su investigación fue un documento en el que afirmaba la autenticidad de la colección de Julsrud. No está de más mencionar que Hapgood era un historiador poco convencional que sostenía ciertas teorías pseudocientíficas sobre el catastrofismo geológico. Más importante aún, postulaba distintas hipótesis sobre la extinción de los dinosaurios. En este sentido, su interés en las figuras de Acámbaro sumaba a sus argumentos especulativos y, sin duda, justificó su motivación para involucrarse, por un largo tiempo, con el estudio de esta colección. El reporte de Hapgood se transformó en su libro Mystery in Acambaro publicado en 1973.
Vale la pena mencionar, brevemente, que Hapwood viajó a Acámbaro con el abogado Erle Stanley Gardner, quien también era un conocido escritor de cuentos y novelas policiacas y de detectives, para que realizara una investigación en paralelo. Desde su óptica, estaría enfocada en certificar, mediante un análisis policiaco-forense, que este suceso no se trataba de una estafa. Gardner también realizó un reporte que validaba la «legalidad» del descubrimiento arqueológico de Julsrud. Posteriormente lo publicó como un capítulo en su libro Host With the Big Hat (1970). Aunque en este texto apela por la legalidad y autenticidad de las piezas es inevitable leerlo como si tratara de una de las ficciones policiales por las que era un reconocido autor.
El historiador Charles Hapgood, el abogado Erle Stanley Gardner y Margaret Regler inspeccionan la colección en 1968.
El entusiasmo de Hapwood por la colección de Julsrud lo llevó a concretar, con el apoyo de Young, una exposición de las figuras de Acámbaro en el Museo de Antropología y Arqueología de la Universidad de Pennsylvania. Este episodio fue revisado por el artista Pablo Helguera en su sobresaliente proyecto del 2010 What in the World? en el que realiza una historia de museología crítica de dicha institución.1 Como Helguera hace notar en el video dedicado a la colección de Julsrud (The Disputed Pottery Collection of Waldemar Julsrud) pareciera que los curadores del museo no compartían el punto de vista de Hapwood. Realizando un montaje museográfico, yuxtapusieron las cerámicas de Acámbaro junto a reproducciones de portadas de comics de fantasía o ciencia ficción (del tipo de Amazing Stories) para apuntar al posible origen de las figuras en los productos de la industria cultural y la cultura visual de la primera mitad del siglo XX.
Y es que muchas de estas figuras parecen responder a esta cultura visual de manera contundente. Si algunas cerámicas parecen emular ilustraciones de dinosaurios tomadas de publicaciones de divulgación, otras parecen repetir secuencias de películas como la pionera The Dinosaur and the Missing Link: A Prehistoric Tragedy (1915) en la que «hombres de las cavernas» interactúan con los enormes reptiles. Realizada en animación cuadro por cuadro por Willis O’Brian, esta cinta fue su primer trabajo en el que dio vida a dinosaurios y singulares creaturas mediante esta técnica. Para inicios de los años cuarenta O’Brian había ejecutado casi 10 cortos y películas clásicas de este tipo, entre ellas la memorable El mundo perdido (1925). Una pieza de la colección de Julsrud, utilizada como ilustración en el libro de Hapwood, representa una figura de aspecto antropomorfo de grandes dimensiones que sostiene a una figura humana más pequeña entre sus manos y pareciera que está a punto de devorarla. Es fácil que esta cerámica traiga a la mente otra de las creaturas clásicas creadas por O’Brian: King Kong (1933).
No solo el temprano cine de animación pudo haber sido una influencia. Como Avi Davis ha referido, algunas creaturas de cerámica de la colección de Julsrud se asemejan a ilustraciones de seres fantásticos presentes en comics nacionales de la época, las «historietas» conocidas como Pepines.2 Una de estas publicaciones de bolsillo podría ser Wama, publicada desde 1944. Wama o «el hijo de la luna» era un héroe confeccionado a la manera de Tarzán que vivía en un mundo salvaje poblado de dinosaurios y animales míticos como el Yeti.
Además de estas referencias a una nueva cultura visual, en diálogo con una naciente industria cultural transnacional, se debe de considerar la factura de muchas de estas piezas con soluciones simplificadas que se asemejan al trabajo artesanal en cerámica de esa época y que era común en la factura de nacimientos o belenes. En la colección de Julsrud, el elefante o el camello usado por los reyes magos son tratados como un capricho plástico, adquiriendo formas inusuales o fantásticas. Un animal de corral, como podría ser una vaca o un toro, cuenta sobre su lomo con múltiples protuberancias en forma de cono y, así, se transforma en un ser similar a un ankylosaurio.
Otras cerámicas recrean escenas de pastoreo, solo que en este caso un ser humano cuida y abraza a un dinosaurio. También existen múltiples piezas que pueden ser vistas como variaciones del diablo que busca atormentar a los pastores en las escenas de nacimientos. En ocasiones aparece fuera de escala, en otras con enormes ojos u orejas puntiagudas o con un pronunciado hocico así como con colmillos amenazantes. De esta forma las cerámicas en esta colección parecen nutrirse del arte originario de la región, las prácticas tradicionales del oficio de la cerámica, una cultura visual científica y otra propiamente fantástica, ligada con una industria cultural trasnacional.
Aun con la declaratoria del INAH sobre la colección de Julsrud como apócrifa, la Universidad de Pensilvania realizó pruebas científicas adicionales a finales de los años sesenta en un grupo reducido de piezas. No se sabe qué tanto pudo influir Hapwood o Young, quien también contaba con intereses científicos poco ortodoxos (como el estudio de la percepción extra sensorial/PES), en esta continua persistencia por la validación de las cerámicas. En 1969, cinco años después de la muerte de Julsrud, se empleó la novedosa técnica de termoluminiscencia (TL) para datar los especímenes de su acervo. Aún en pleno desarrollo tecnológico e incapaz de contemplar ciertas cuestiones técnicas para la datación, el análisis arqueológico TL arrojó como resultado que el origen de las piezas se podía remontar a 2500 años a.C. Estos hallazgos, obviamente, animaron a personajes como Hapwood y Gardner. Es lógico que ambos hayan publicado sus libros sobre las figuras de Acámbaro después de esta investigación. No obstante, la misma universidad realizaría un examen correctivo en 1978, cuando la técnica TL de datación se encontraba perfeccionada y era más precisa. Ese año, el dictamen concluyó que la antigüedad de la colección de Julsrud no podía ser anterior a 1930. Como se puede imaginar, esta discrepancia aumentó las especulaciones y teorías conspiratorias alrededor de las figuras de Acámbaro.
Sin bien el debate científico sobre la colección Julsrud parece haber quedado finiquitado en 1978, las figuras de Acámbaro siguieron siendo objeto de distintas especulaciones. Una de estas compete a algunos adherentes a un creacionismo que defiende las ideas sobre la formación reciente de la tierra, así como que seres humanos y dinosaurios coexistieron y convivieron (dentro de esta postura bíblica, por ejemplo, se dice que en el Arca de Noé viajaron parejas de estos reptiles prehistóricos). Donnovan Patton es uno de los más notorios y se le debe dar crédito por ser quien rescató y dio una nueva visibilidad a la colección de Julsrud.3 A partir del trabajo de Hapwood y Gardner, Patton viajó a Acámbaro en los últimos años del siglo XX, reclamó las piezas que estaban en bodegas del municipio y orquestó una iniciativa para proveerlas con un espacio de exhibición permanente: El Museo Waldemar Julsrud, inaugurado en el 2002. Una institución que, evidentemente, aboga por la autenticidad de las piezas. Para Patton y sus seguidores, los cambios y modificaciones en los reportes de Di Peso y en la datación TL no son vistos como correcciones, sino cambios hechos por sus autores debido a «presiones filosóficas» relacionadas con la noción de evolución preponderante.
Uno de los argumentos plásticos más utilizados por los defensores de la autenticidad de la colección Julrud es que las piezas cuentan con múltiples estilos y soluciones y que sería imposible que una sola persona los pudiera haber hecho (en este caso el comerciante/arqueólogo de origen alemán). Y esto es, sin duda, un hecho. Hay definitivamente más de un autor, quizá decenas. La leyenda original del encuentro de Julsrud y los siguientes hallazgos arqueológicos en Acámbaro durante los años cuarenta se antoja como el escenario de una película de humor negro de Luis Alcoriza: en un pueblo del interior del país una comunidad aprovecha una oportunidad económica y produce de manera autodidacta una serie de figuras fantásticas de cerámica, que entierran en distintos grupos asemejando las excavaciones que sucedían en la zona vecina de Chupícuaro.
Todo esto lo ejecutan sin tener la más mínima sospecha de cómo esos objetos llegarían a afectar, a generar y cambiar distintas historias, suscitar debates, viajar a través de fronteras nacionales y entrar en diálogo con una cultura visual trasnacional, ser expuestas en museos e investigadas con la última tecnología de datación arqueológica. Tampoco, sin imaginar cómo captarían la atención de historiadores, abogados, arqueólogos, escritores, artistas y hombres de fe hasta el siglo XXI. Además de ser una de las colecciones de arte más originales y fuera de cualquier norma que existen en México, las piezas de Julsrud ejemplifican, a un grado máximo y con una elocuencia delirante, la potencia de los objetos.
2 Avi Davis «Creatures of Other Mould». The Believer. Noviembre 1, 2010 | No. 66. Consultar aquí.
3 Donnovan Patton. «Dinosaurs and Man Coexisted: Evidence from Acambaro, Mexico». Videoconferencia disponible aquí.
— —
Daniel Garza Usabiaga se ha desempeñado como curador en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México y como curador en jefe del Museo Universitario del Chopo. Estuvo a cargo de la dirección artística de Zona Maco y actualmente es director artístico de la XIV Bienal FEMSA.
Darinka Lamas (México, 1993) encuentra, en su propio cuerpo, la herramienta de trabajo primordial. Visitar su estudio actual es encontrarse con ella en un espacio físico que no es, sin embargo, el principal lugar de exploración, el núcleo de sus reflexiones, el centro de su proyecto a largo plazo.
Su estudio es también su casa. Cerca del centro de la Ciudad de México, en un edificio de los años 50, Darinka ha conciliado e intentado separar las prácticas y áreas de trabajo con las de otras esferas –suyas y de su compañera de casa–. Esto a pesar de que es, precisamente, la relación con el espacio habitable el tema que ha desarrollado desde diferentes aproximaciones.
Uno de sus primeros proyectos, Catástrofes (2015), presenta los vínculos que la artista encuentra entre sus emociones y algunos fenómenos del mundo, a través del cuerpo. A través de una serie de autorretratos dentro de su habitación –no en su casa actual, sino en la casa familiar en la que creció– y una colección de imágenes de internet, evidenció el reflejo que puede encontrarse entre el interior de una persona y la realidad exterior.
Con Limítrofe (2016), Darinka invirtió el orden cotidiano de las cosas y colocando una pieza de block sobre un colchón –el colchón de su cama, dentro de su habitación en la casa familiar– fotografió el contraste entre las ideas de dureza, estructura y protección, y las de sensibilidad, habitar, confort e intimidad; todas, propias del espacio doméstico, en una disposición poco atendida.
El frágil balance entre lo suave y lo sólido, eso que se pierde en el instante exacto en que intenta encontrarse un límite; la cama como balsa que resguarda de la tempestad de las historias, del tiempo, de la vida misma, todos los días; la luz de las ventanas, intangible, inte(lig)jible, en movimiento constante –como el mundo, afuera–. Durante el inicio de su trayectoria esa habitación –en la casa familiar– fue punto de partida y detonador.
El curso natural de su trabajo la llevó de la reflexión desde lo más íntimo y personal hacia otras escalas. La casa y las calles, lo privado y lo público, la forma y la sustancia de los edificios, la ciudad y el tiempo, relaciones que ha ido explorando, siempre alrededor de los valores simbólicos configurados por –en y sobre– el acto de habitar.
Tratando de aproximarse a la casa, desde tantas perspectivas como le ha sido posible, ha emprendido múltiples proyectos, en direcciones y niveles diversos. Con Apartar Lugar trata el aspecto social, la manera en que los individuos expanden el espacio privado habitable hacia lo público. Para comprender los procesos de la construcción y los valores, Darinka se ha acercado a la arquitectura y retomado conceptos, herramientas y técnicas propias de esta disciplina para producir sus propias piezas: Una pequeña esquina, Correspondientes y Una casa.
Desde la identificación del block como unidad básica de construcción, la recolección y categorización de fragmentos de edificios en las calles y el relato de la ciudad como una ruina viva –como un palimpsesto–, la constitución material de los espacios habitables ha sido un tema constante y fundamental en su trabajo.
Quizás una de las piezas en las que retoma este tema de manera más robusta es Instrucciones para mover un cerro (2017), en ella Darinka habla sobre el origen material de las ciudades, la logística y la huella –colosal– que deja la construcción de las urbes en las zonas aledañas. La conjunción de un texto mínimo y la impresión en tela de una fotografía del cerro extraído, montado sobre un muro del block producido a partir de él, genera un discurso crudo y claro.
Uno de los rasgos más interesantes de la obra de la artista es la combinación de la escritura y el dibujo con medios fotográficos, alternativos y performáticos. Esta combinación le da una potencia particular a la voz que cuenta las reflexiones derivadas de sus observaciones.
En 2019 Darinka dejó la casa de su familia para vivir sola. Durante la conversación, la influencia vital de su madre y de su abuela emerge constantemente. En la exposición de cada uno de sus proyectos se nota, también, la influencia de esa primera casa, de su habitación original sobre la planeación y ejecución de su trabajo. Parecería que ese espacio hubiera quedado como contraparte edificada de ella misma: cuerpo, forma, memorias, luz, movimiento.
Es posible acercarse a sus piezas como metáforas. Entender la evolución de una persona como la construcción –el arruinamiento positivo, la superposición– de un edificio; la anarquía del cambio en las ciudades como el transcurso normal, multidimensional y delicadísimo, de los acontecimientos en la vida de alguien; la conformación de la totalidad de una casa a partir de fragmentos, como la constitución del ser a partir de experiencias propias y tomadas de otros.
Aunque en su obra, la referencia explícita a las personas no es frecuente, resuena algo íntimo y personal en el discurso, se mantiene un sutil tono poético que abre la puerta a las interpretaciones simbólicas del edificio como constitución de vida; la casa como cuerpo; y la habitación propia como la individualidad más profunda.
Durante el último año, Darinka fue acreedora del Fonca. La artista tomó este periodo para trabajar en una de las etapas de un proyecto futuro de largo plazo: la construcción de una casa a partir de otras casas (restos, memorias, vidas). Integró Catálogo I, un registro fotográfico de la colección de trozos de materiales de construcción que, como arqueóloga de la ciudad, ha ido guardando.
Al registro, siguió la etapa de pulverizado de los restos para, posteriormente, procesarlos como blocks. Este proceso, a causa de la suspensión de labores en algunos talleres por la pandemia, tuvo que llevarlo a cabo con sus propias manos. En un acto casi performático, volvió a la casa de su familia; allí retomó el trabajo físico sobre las piezas. Trituró y guardó en bolsas individuales los fragmentos de mosaicos, vitroblocks, cerámica y terrazo. En esa misma casa, sobre el suelo de su habitación original, apiló las bolsas y formó tótems que significa como el estado suspendido de la construcción de una casa –un proceso abstracto en exploración; un proyecto concreto en proceso–.
La herramienta básica de Darinka es el cuerpo. Su principal lugar de exploración, el núcleo de sus reflexiones y el centro de su proyecto a largo plazo parece estar, aún, en esa casa familiar. Ante la pregunta de cómo ha vivido estos meses de pandemia, la artista no respondió en un plano emocional o psicológico, sino que relató únicamente las actividades del desarrollo de su proyecto. De nuevo, lo simbólico se reveló sutilmente en sus acciones, en la voz esencial de su obra: volver a la casa donde creció, retomar el quehacer artístico con el cuerpo, abrir un hueco en el muro de su antigua recámara como esperando que la arquitectura le hablara… buscar una respuesta en ella misma.
Fotos: Juskani Alonso.
Imágenes de obra: Tumblr, Instagram Darinka Lamas.
Compartir el mundo. La experiencia de las mujeres y el arte, una compilación editada por María Laura Rosa y Soledad Novoa Donoso1 que se centra en distintos países de América Latina, abre con un interesante planteamiento sobre la historiografía artística en Brasil: Ana Paula Cavalcanti Simioni, autora del primer ensayo, señala que a pesar de que en el panorama tanto local como internacional destacan muchos nombres de artistas mujeres brasileñas, éstos emergen como una serie de figuras solitarias –unas pocas mujeres dotadas con la llama del genio– de entre «una desértica tradición femenina».
Efectivamente, a partir del modernismo de inicios del siglo XX, la historia del arte brasileño está poblada por estas «heroínas» –Anita Malfatti y Tarsila do Amaral, quienes dan paso a Lygia Clark, Mira Schendel, Ana Bella Geiger y, más recientemente, a Adriana Varejão–, «mujeres excepcionales» cuyos dones se atribuyen a «rupturas, individuales, con las determinaciones que pesan sobre su género». Cavalcanti Simioni toma tal noción, «mujeres excepcionales», de la teórica literaria Christine Planté, quien asegura que ésta porta consigo asimetrías de género: concibe a la población femenina como una masa de mujeres ordinarias –anónimas y silenciadas– de la cual se distinguen unas cuantas por haber sido dotadas con cualidades singulares. En resumen, un listado de heroínas artísticas perpetúa formas historiográficas patriarcales donde «crear la figura del artista en su forma masculina heroica convencional es una de las operaciones ideológicas clave emprendidas por la historia del arte y las exposiciones de los museos».2 Con el fin de contrarrestar esta narrativa –y esta modalidad historiográfica–, la autora emprende un largo recuento donde despliega una investigación histórica ampliamente documentada sobre la incorporación paulatina de las mujeres a instituciones e iniciativas de educación artística en centros urbanos de Brasil, a su profesionalización paulatina, y las muchas dificultades que surgieron a lo largo del camino.
Con una motivación similar –pluralizar relatos y luchar contra una historia del arte donde se canoniza el genio–, deseo destacar aquí la obra de artistas contemporáneas a Lygia Clark, y significativamente menos conocidas que ella, donde el cuerpo –inicialmente el propio, y más adelante el de otras personas– es el vehículo, al igual que en el trabajo de Clark, para lidiar con los problemas de su época: principalmente, una dictadura militar en la que se controlaba el flujo de los cuerpos en la esfera pública (había restricciones claras para la circulación de los individuos) y se ejercía un férreo control político sobre el cuerpo social.
Las experiencias de estas artistas, sujetas a una vida híperregulada, estuvieron igualmente marcadas por las limitaciones que les imponía una sociedad patriarcal. Así, abordaré de forma breve algunas obras de Mara Alvares, Regina Vater y Letícia Parente, tomando como eje su respuesta ante las tecnologías escópicas entonces en boga dentro de la producción artística: la fotografía, el fotocopiado y el video. Argumentaré además que, a través de su uso y las temáticas abordadas, desafiaron una larga tradición moderna donde la vista es el sentido privilegiado dado que posibilita distintas formas de dominación.
Comenzaré por The End, video realizado por Regina Vater (Rio de Janeiro, 1943) en 1983 tras su mudanza de Rio de Janeiro a Nueva York. A diferencia del cliché de rigor –una toma panorámica de Manhattan y sus rascacielos filmada desde fuera de la isla– Vater comienza este retrato de la ciudad con la pantalla en blanco de un autocine fuera de funcionamiento. El video es una concatenación no lineal ni narrativa de imágenes3 que retratan una ciudad caótica, sucia, consumista y cruel: la basura –que desborda contenedores y aparece regada a lo largo de la ciudad– tiene un papel prominente, abundan los carteles publicitarios, y Vater filma reiteradamente a personas durmiendo en la calle en bancas de parques, cubiertas con cartones o con papel periódico. Hay quienes caminan cual autómatas por las grandes avenidas de la ciudad y, gracias a la edición, un grupo de personas quedan atrapadas en un loop entre la entrada y salida de un supermercado.
A diferencia de las utopías urbanas de la década de 1950, bajo la lente y encuadre de Vater, la metrópolis no es la encarnación del progreso sino un escenario «medio apocalíptico» y «no glamoroso» visto «con humor negro»,4 como lo ha descrito la artista, donde parece filmar el espacio alrededor suyo para hacer sentido del mismo, ubicar su sitio dentro de él. The End me hace pensar –en negativo– en las ilustraciones de exploradores europeos (Alexander von Humboldt, por ejemplo) quienes recorrían las Américas para reconocer su geografía y sistematizar ese conocimiento en mapas, estudiar su flora y fauna y descubrir las lenguas que hablaban distintos pueblos. Tales expediciones, sobra aclarar, estaban al servicio de potencias imperiales cuya intención de conocer un territorio era dominarlo y poseer (extraer) los recursos que ofrecía.5
Abordo aquí la realización de mapas –la cartografía– como una tecnología escópica, es decir, la aplicación de una serie de herramientas y conocimientos para extender el sensorium humano más allá de sus capacidades biológicas, en este caso, la vista. Los mapas se convirtieron en instrumentos dedicados a conquistar el mundo con la modernidad, en el paso del siglo XV al XVI. Aura Penélope Córdova6 narra que, con los descubrimientos y la imprenta, los cartógrafos se encerraron «en un taller para enriquecer precisión y método». Previo a ello, la función de los mapas no era fungir como guías marítimas o terrestres sino la de instrumentos espirituales y teológicos, «eran proyecciones subjetivas, lenguajes de una realidad abstracta». Antes del primer atlas moderno, todo era cosmographia; esto es, en los mapas se plasmaba cómo se concebía el mundo: por ejemplo, Jerusalén, la tierra santa, aparecía siempre al centro. La lectura que propongo de las obras abordadas es que crean otra forma de cartografía. Ajenas a la función imperial de ésta como un instrumento moderno, las artistas buscan navegar un espacio para reconocerse a sí mismas y a la sociedad donde sus vidas quedan inscritas. A pesar de tener nuevas herramientas tecnológicas a su disposición, a diferencia de los cartógrafos que menciona Córdova, no pretenden reducir la escala del mundo para manejarlo: buscan, por el contrario, comprenderlo y cambiarlo.
Y si los mapas fueron transformados en tecnología imperial con la modernidad, la fotografía nació como tal, con la función de apropiarse del mundo frente a ella. Para el momento en el que The End fue realizado, la fotografía –quizás el más grande hito dentro de las tecnologías escópicas– se encontraba al servicio no de una potencia imperial sino de las dictaduras militares7 en buena parte de América del Sur. Bajo estos sistemas de gobierno, utilizadas como herramienta para la plena identificación y vigilancia constante de individuos, las fotografías sirvieron para localizar a personas disidentes al régimen y desaparecerlas –ya sea que fueran torturadas, asesinadas o ambas–. En un marcado contraste, tras la introducción de las cámaras de video en Brasil, relativamente reciente para la década de 1970 y coincidiendo con este régimen opresivo, artistas como Vater no dan continuidad a la tradición escópica de la modernidad –un ojo descentrado que observa y domina– sino que la fracturan. Así, sus búsquedas se tornan introspectivas o buscan encontrar su propio lugar entre el contexto que les es más próximo: en este caso, el violento entorno urbano de Nueva York.
Por su parte, Mara Alvares (Porto Alegre, 1948) utiliza la fotografía para fundir su propio cuerpo y el de otros con la naturaleza. En la serie en blanco y negro Adansônia (1974-1978), la cámara captura danzas detrás de árboles homónimos, conocidos popularmente como baobab, ejecutadas por la propia artista o personas a quienes dirige. La serie explora experiencias íntimas y psicológicas de la naturaleza donde el cuerpo se relaciona libremente con el ambiente natural y establece relaciones simbióticas y metamórficas con el paisaje.
En Andansônia III (1976), por ejemplo, donde se asoman brazos y piernas desnudas del tronco del árbol, «un cuerpo que danza no vibra para llegar a algún lugar sino para hacer transpirar su propio discurso, la naturaleza misma del gesto, su condición como lenguaje».8 Igualmente, en Jogo de esconder (1976-1978) se asoman fragmentos del cuerpo de la artista entre una playa de piedras, camuflándose con el intrincado relieve del paisaje. Alvares, quien está formada también como bailarina, no utiliza la cámara para reforzar la oposición humano/naturaleza sino para diluir esas fronteras construidas culturalmente.
La oposición binaria humano/naturaleza es legado del pensamiento moderno que constituye a la colonialidad –como sistema político, social y epistémico–, donde la vista es el sentido privilegiado. A diferencia del oído o el olfato, que son sentidos esféricos, la vista es dirigida: viaja a su objeto, pero para ello requiere de distancia –perspectiva– como la posibilitada por los mapas, la pintura de paisaje, la fotografía o un drone, y nos aleja del mundo en vez de sumergirnos en él.
Las fotografías de Alvares operan en sentido inverso: la perspectiva únicamente sirve para dar testimonio de la integración entre sujeto y naturaleza. En conjunto, las prácticas de Vater y Alvares ejecutan una ruptura con la tradición escópica moderna. En ella, cuenta Ariella Aïsha Azoulay, la fotografía surgió como ideología mucho antes de su existencia como una tecnología material –sitúa su origen en 1492–; ésta nace de la suposición de que el mundo existe para ser exhibido (a una audiencia selecta) y los derechos para operarla están acordados a una cierta clase que se ha abrogado el derecho de dominar los mundos de lxs otrxs.9
Dentro de tal rompimiento con la modernidad escópica sumaré el trabajo de Letícia Parente (Salvador de Bahía, 1930-Rio de Janeiro, 1991), quien tuvo una corta pero fructífera trayectoria artística. En Marca registrada (1975), una de sus obras más conocidas, la acción de la artista bordando la leyenda Made in Brazil sobre la planta del propio pie es registrada en tomas cerradas, casi claustrofóbicas, con una cámara de video Portapak (de manufactura estadounidense). Si bien Parente recurre a una actividad con claras asociaciones de género –bordar–, gracias al empleo de esta novel tecnología logra significar contextos, específicamente, el de un país bajo una dictadura militar cuya deuda externa continuaba en aumento con el fin de «modernizarlo» impulsando una revolución industrial (a costa de quien fuere). Así, Parente cuestiona a los medios y modos de producción y la circulación del arte brasileño en una economía que comienza a globalizarse (por ende la leyenda en inglés, Made in Brazil). La cámara posibilita el registro a la vez que da cuenta de las implicaciones de la inserción de ciertas tecnologías en un contexto determinado.
A través de otras obras en video, donde realiza igualmente actividades cotidianas asociadas a lo doméstico, Parente aborda la condición patriarcal y racial de la sociedad brasileña de su época. En In (1975) la artista entra en un armario vacío, a excepción de un gancho en un riel. Vestida con unos pantalones blancos y un suéter de cuello alto color crema, Parente cuelga su suéter, junto con su propio cuerpo, y cierra las puertas del armario.
En Preparação I (1976) observamos un ritual similar al de una mujer que se arregla para salir: mirándose en el espejo de un baño, la artista se cubre la boca con cinta adhesiva blanca y delinea sobre ésta unos labios con lápiz labial. Posteriormente realiza la misma acción con los ojos, utilizando un delineador para trazar estas figuras al tacto y tanteo. Ya que se ha colocado este maquillaje que le impide ver y hablar, deja el baño como disponiéndose a salir. Al igual que Regina Vater, Letícia Parente utiliza el video para relacionarse con su entorno, que la rodea en el mismo grado en que la limita. Me interesa enfatizar, de nueva cuenta, la ruptura con la tradición escópica moderna, donde la imagen se vuelve para adentro y crea lo que me aventuraré a llamar una topografía de lo doméstico. «En la pequeña fractura de un gesto cotidiano», afirma la escritora Laura Erber, «una mujer cercana a sí misma cuestiona la topografía de la vida cercana a las cosas y sus usos. La casa, el pliegue, los pronombres. Los espacios de almacenamiento también son lugares para perderse».10
Junto al confinamiento en el ámbito doméstico, Parente señala la negación sistemática impuesta sobre las mujeres de participar en el debate público. El tema, abordado ya en Preparação I, es reiterado en la serie Mulheres (ca. 1975) donde la artista fotocopia imágenes de modelos que aparecen en revistas y demás medios de comunicación.11 Los rostros en cuestión están intervenidos: sobre sus rasgos armónicos –específicamente sobre los ojos y boca, que en algunas ocasiones es todo lo que queda de las imágenes originales– Parente prende alfileres, ganchos de alfiler y grapas oxidadas.12 Si dentro de la tradición occidental es la voz lo que constituye a un sujeto, la serie enfatiza la circulación de imágenes (pensando en el espacio público de la ciudad como un espacio mediático o una interfase) de mujeres como un medio de objetualización, algo contra lo cual el arte feminista ha luchado desde su origen. En este tenor, en Don’t Touch (s/f), la artista coloca su propio rostro sobre el vidrio de la fotocopiadora junto con un papel donde se lee la leyenda que da título a la pieza: DON’T TOUCH! – ¡NO TOCAR!
Para analizar la desubjetivación de las mujeres promovida por los medios de comunicación, Parente analizó las revistas «para mujeres» y concluyó que el acercamiento a esta demografía imita uno colonial y etnográfico. «Al describir lo que define como la ‘manera de los hombres’ y sus parámetros de discusión establecidos, Parente identifica a los medios de comunicación y a las instituciones educativas como componentes de una estructura social universal, reconociendo por lo tanto que la sociedad en la que interactúa es ampliamente patriarcal y regulada exclusivamente por hombres. Su vida profesional y su creatividad artística se dirigen contra esta circunstancia».13
Bajo un estado de represión y censura, «feminizar» la ciudad –ejercer prácticas públicas de disidencia respecto al formato reglamentario de la cultura masculino-paterna– era una tarea imposible, pero la obra de Parente muestra cómo una discursividad masculino-hegemónica operaba de forma amplia y estructural, dentro de un sistema social plenamente colonial que se infiltraba en espacios tanto públicos como privados. Por ejemplo, en Tarefa I (1982) la artista se acuesta sobre una tabla de planchar y una mujer negra –inferimos que una trabajadora del hogar– comienza a planchar su ropa y su cuerpo. Años antes, en Preparação II (1976) vemos a Parente administrarse seis vacunas: una antirracista, otra contra el colonialismo cultural, contra la mistificación política, contra la mistificación del arte, antiantropofágica y una última contra la dominación cultural (según la bitácora que aparece a cuadro).
Estas inquietudes fueron expresadas de forma mucho más compleja en Medidas (1976), una instalación interactiva, dividida en ocho «estaciones», donde el público era invitado a realizar una serie de mediciones, utilizando múltiples instrumentos, sobre sus propios cuerpos y la capacidad de los mismos ante distintos estímulos o elementos externos (capacidad respiratoria, resistencia al dolor, agudeza visual, etc). Los resultados debían registrarse en fichas junto con otros datos solicitados como características físicas, tipo sanguíneo y «medidas secretas» (busto, cintura, cadera).
Si, como mencionaba, la producción de Parente desafía la modernidad escópica, es en Medidas –una obra que prescinde de imágenes y tecnología escópica alguna, empleando por el contrario instrumentos de medición provenientes del campo médico– donde se puede leer una crítica más aguda a la relación visualidad-colonialidad. Así como identificaba el acercamiento a la población «mujeres» como colonial y etnográfica, al poner en marcha un dispositivo donde una serie de personas deben registrar medidas de su cuerpo –parodiando un contexto científico–, Parente invoca los usos etnográficos que fueron dados a distintas tecnologías, entre las cuales destaca la fotografía. Por su capacidad de registro, a manos de las potencias imperiales, ésta fue la herramienta idónea para crear evidencias visuales de que había pueblos inferiores intelectualmente a los pueblos europeos. Por ejemplo, se medían las cabezas y cráneos de osamentas de pueblos «primitivos» con el fin de racializarlos como inferiores –aunque en otros casos se recurría a otras características físicas– y, por ende, necesitados de intervención política y cultural europea.
El obturador de la cámara, nos dice Ariella Aïsha Azoulay, narra historias del imperialismo pues «la cámara hizo visible y aceptable la destrucción del mundo impuesta por el imperio, y legitimó la reconstrucción del mundo bajo sus términos».14 Entonces, al ser presionado, el obturador modifica el tiempo, el espacio y el cuerpo político: marca un antes y un después de la imagen resultante, fija quién está frente a la cámara y quién detrás y, con mayor importancia, asigna quiénes operan los equipos y de quiénes se extrae su semblante, sus recursos o su trabajo. En Medidas,Parente –quien era doctora química y fue profesora universitaria en esta disciplina– ridiculiza la instrumentalización científica la cual, como la cartografía y otras tecnologías escópicas, es una herramienta de poder colonial.
A pesar de que la obra de estas tres artistas –Regina Vater, Mara Alvares y Letícia Parente– comienza a tomar prominencia real en su país natal y ha sido parte de muestras internacionales como Radical Women: Latin American Art, 1960–1985, aún quedan pendientes recuentos, investigaciones y exposiciones que indaguen en otras aristas de sus obras, con la finalidad de no convertir a los feminismos artísticos en un cliché reductivo. Si, como afirma Griselda Pollock, la artista-feminista surge a finales de la década de los setenta porque «el arte estaba cambiando, emergiendo entre la dominación de la pintura y la escultura y entre las tradiciones ideológicas y socioeconómicas a las que a lo largo de cinco siglos habían servido, siendo exportado como arte ‘real’ por los europeos colonizadores adondequiera que iban»15 es necesario seguir expandiendo tales límites. Espero hacer aquí una aportación, así sea minúscula, para ampliar el estudio de artistas que, usando sus cuerpos, abrazaron «el proyecto de la crítica conceptual del mundo que necesitaba ser cambiado».16
Fotos: Cortesía de la autora.
— —
1 María Laura Rosa y Soledad Novoa Donoso (comp.), Compartir el mundo. La experiencia de las mujeres y el arte (Santiago: Metales Pesados, 2017).
2 Griselda Pollock, «Mónica Mayer: performance, momento y la política de la vida» en Mónica Mayer. Si tiene dudas… pregunte: una exposición retrocolectiva (Ciudad de México: MUAC-UNAM, 2016), p. 103.
3 Aunque las copias del video que circulan en línea tienen sonido, no abordo aquí el audio ya que fue añadido hasta 2006.
4 Arethusa Almeida de Paula, «Comigo ninguém pode: a voz e o lugar de Regina Vater», tesis doctoral, (Universidad Federal de Minas Gerais, 2015), p. 282.
5 Vale la pena recordar aquí una cita de John Brian Harley: «La historia social de los mapas, por el contrario de lo que ocurre con la literatura, las artes plásticas y la música, parece contar con pocas modalidades de expresión genuinamente populares, alternativas o subversivas. Los mapas son, fundamentalmente, un lenguaje de poder y no de protesta».
6 Aura Penélope Córdova, Locus. Variaciones sobre ciudades, cartografía y la torre de Babel (Monterrey: Posdata Editores, 2013), pp. 22-24.
7 Ver Avery Gordon, «the other door, its floods of tears with consolation enclosed» en Ghostly Matters: Haunting and the Sociological Imagination (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2008), traducido al castellano en «Por la otra puerta, es el llanto con su consuelo dentro/The other door, it’s flood of tears with consolation enclosed» en Ana Botella Diez del Corral (ed.), El Pasado en el Presente y lo propio en lo ajeno (Gijón: LABoral Centro de Arte y Creación Industrial, 2009).
8 Mônica Hoff citada en «Mara Alvares ganha exposição virtual em homenagem aos seus 70 anos» disponible aquí.
10 Laura Erber, texto de sala para la exposición Eu armário de mim en la Galeria Jaqueline Martins, São Paulo, 2017.
11 Xerox do Brasil, la filial sudamericana de la empresa estadounidense, estableció su sede en Rio de Janeiro apenas diez años antes, lo que desató una larga experimentación con este medio de reproducción mecánica por parte de artistas en Brasil. La exposición Arte Xerox Brasil, celebrada en 1984 en la Pinacoteca do Estado de Sao Paulo, curada por Hudinilson Urbano Jr., es muestra de ello.
12 Algunas piezas de la serie pueden leerse bajo la descripción de femmage, término acuñado por Miriam Schapiro en la década de 1970, para rectificar la historia del collage, cuya invención suele acreditarse a Picasso y Braque a pesar de ser una actividad realizada durante cientos de años. Uniendo las palabras francesas femme (mujer) y collage (pegadura), Schapiro realza que estas actividades de las que proviene el collage, en la acepción artística bajo la cual lo leemos actualmente, fueron practicadas por mujeres usando técnicas tradicionales asociadas a su género –recurriendo al tejido, al engarzado, a cortar, al appliqué, a cocinar– para lograr sus piezas de arte. Aunque en estas actividades también se involucraron hombres, a lo largo de la historia fueron asignadas a las mujeres.
13 Paulina Pardo Gaviria, «Letícia Parente: Embodying New Media Art Strategies in 1970s Brazil», tesis doctoral, (University of Pittsburgh, 2020), p. 89.
14 Azoulay, p. 7.
15 Pollock, pp. 105-106.
16 Pollock, p. 106.
——
Fabiola Iza es curadora e historiadora de arte. Estudió Teoría del Arte en la Universidad del Claustro de Sor Juana y la maestría en Culturas Visuales en Goldsmiths, University of London.