Diciembre, 2017
Quiero exponer una tesis sobre la que sólo tengo intuiciones: Podemos curar dentro de ciertos límites. Esta tesis intenta ser una contrapropuesta a los métodos utilizados hoy en día para producir y consumir energía, que en su mayoría agotan los recursos del planeta y contaminan el ambiente.
Curar dentro de ciertos límites implica una teoría radical que se opone a la falacia del progreso infinito propuesto por el modelo industrial, abrazado ahora por el capitalismo salvaje. Creo que es tiempo de actuar radicalmente, de pensar nuestra existencia en oposición a los planteamientos del statu quo.
Hace unos seis o siete años un amigo, Felipe Dávalos, publicó un breve poemario intitulado Mientras menos hagas. Desde entonces, lo he rumiado, su título se ha convertido para mí en una suerte de mantra: mientras menos hagas.
En 1972 el Club de Roma propuso límites al crecimiento económico en vista de los daños al ambiente que causaba la producción de bienes materiales. Han pasado casi cincuenta años y el mundo sigue desfilando hacia el vacío, sobrecalentando el planeta, extinguiendo los recursos naturales, ampliando la brecha social entre los que gozan todo y los que todo padecen. Nosotros formamos parte de ello y nos reconfortamos con creer que no hay otra forma de vida más que la que se nos impone. Conocemos cada vez más los daños que los combustibles fósiles producen, pero somos incapaces de imaginar una vida sin ellos y somos aún más incapaces de ejercer la vida sin su uso. Consumimos plástico, quemamos oxígeno, revisamos las redes sociales y emitimos mensajes ininterrumpidamente desde nuestros telefonitos.
Apenas hace dos años la energía necesaria para hacer funcionar los servidores de Internet utilizaba más recursos que la industria aeronáutica, hasta entonces la más contaminante. Es decir, nuestras revoluciones por Facebook y Twitter calientan más el planeta de lo que lo enfrían.
Durante milenios, la energía utilizada por el homo sapiens provenía de procesos fotosintéticos: nuestro combustible eran las plantas que comíamos, algunas biomasas como los árboles o ciertos usos del agua y del aire, como los molinos y las velas. Hoy, nuestra energía deriva de combustibles fósiles que extirpamos de la tierra como mosquitos proletarios. Quizá esta lenta catástrofe se originó con la invención del motor de rotación continua que funcionaba con carbón, o con la invención del lenguaje o el fuego. En cualquier caso, decidimos, por sobre la animalidad, imbuirnos en un desmesurado proceso civilizatorio. El homo sapiens siempre deseo, o necesitó, diferenciarse del ser animal para convertirse en ser pensante, erecto, exquisito. Pero, claro, este es sólo un juicio. Otro, igualmente válido, podría enunciar que en el universo ningún átomo, ninguna pequeñísima partícula de energía ha cometido nunca un error, no hay juicio, nada sucedió equivocadamente.
Regresemos a 1972, año en el que el Club de Roma propuso límites al crecimiento e Iván Illich pronunció: «Más allá de ciertos límites, la producción de servicios hará a la cultura más daños de los que la producción de mercancías causó a la naturaleza».
Desde la década de los sesenta, de la mano de la hiperprofesionalización, las industrias de servicios crecieron y destruyeron la cultura. ¿Por qué? Porque los servicios vuelven a sus clientes dependientes de acciones que otros, generalmente anónimos, realizan para ellos, reduciendo su capacidad de actuar por sí mismos. En otras palabras, instauran el reino de la heteronomía y destruyen la autonomía. Creemos que somos libres cuando en realidad actuamos en un marco de realidad planteado por los parámetros que nos imponen las tecnologías e ideologías. ¿Quién de nosotros decidió que se podían twittear solamente 140 caracteres? ¿Quién de nosotros sabe de dónde provienen los alimentos que nos nutren? ¿Quién de nosotros sabe reparar el motor de un auto? ¿Tejer una prenda de vestir?
Me parece que no hay cultura sin autonomía: tradicionalmente, las culturas se fundamentan en una proporcionalidad entre lo que uno hace por sí mismo y lo que otros realizan para nosotros. La industria de los servicios ha roto esta proporcionalidad.
Volvamos al arte, que tanto nos interesa.
El arte es más interesante en tanto que no habla de sí mismo sino de otras cosas, como de la situación del mundo, de los sueños que somos capaces de imaginar o de los problemas de nuestra era. El arte puede hablar de otros asuntos que no sean tautologías sobre sí mismo. No me interesa la literatura que habla sobre los procedimientos y vericuetos literarios, ni el arte que habla sobre el andamiaje de los sistemas artísticos, detesto la crítica de arte y me alejo de ella. Para mí, la crítica es una suerte de parásito que depende de los creadores para existir. ¿Estoy proponiendo un mundo anti conceptual? Quizá sí. Me resulta difícil sostenerlo porque su extremismo parece aludir a un vaciamiento de contenidos. Se entiende que si no hay crítica no puede haber sustancia o que sin crítica el análisis de las ideas sería imposible. Mi postura supondría una decadencia de discusión y polémica. Ante la duda me cobijo con las estrellas.
Lo que quiero decir es que estoy contra cierto tipo de crítica, contra ese discurso que pretende alzarse como verdad absoluta. La crítica en el arte ha intentado, con éxito, posicionarse como la voz autoritaria y legitimadora, rechazando otras interpretaciones. Si se despoja a la gente de su capacidad analítica y se desprecian sus opiniones entonces se vuelve necesaria la voz profesional, la voz autorizada. Eso es la crítica, y eso ha hecho en los últimos cien años para establecer su profesionalismo.
Criticar es juzgar, decidir, y sobre todo separar. La filosofía y la epistemología occidental se han empeñado en conocer separando. A no es B, un cactus no es una ballena, cuando en realidad A y B son lo mismo si modificamos ligeramente nuestra óptica. Todas las cosas están en todo, hay carne en el aire y tierra en el mezcal. Creo que el silencio es el discurso más poderoso; aunque reconozco que hay un arte en el silencio y hay un arte en el hablar. Creo que hay que hablarle a todos con reverencia. Escuchar a todos con reverencia y no pelear casi nunca.
Recuerdo, a modo de digresión, las palabras de Albert Camus: «El nihilista no es el que no cree en nada, sino el que no cree en lo que existe». Una especie de inconforme e incrédulo con la situación tal cual es, o como se pretende que la consideremos.
Líneas atrás proponía no pelear. Satanizamos la violencia y la negatividad, pero pensemos en que la violencia es deseable. El statu quo nos ha hecho descreer de la violencia para imponer en nuestros corazones la idea de que los cambios deben llevarse por la vía pacífica, sin derramamiento de lágrimas ni sangre. Este, creo, ha sido un «inventico estupendo» del poder para desacreditar a todo movimiento armado, pero pensemos en cómo el Estado y los poderes constituidos utilizan «legítimamente» el uso de la fuerza escudados en la ley. Hay misiles aterrizando con destrucción, policías armadas listas para imponer su fuerza sobre toda disidencia, pero a los ciudadanos se nos exige pacifismo como única vía. Quizá los poderosos no desean que la violencia sea usada para amenazar su existencia y sus propiedades.
¿Será posible luchar por la paz? Cuestionemos la aseveración que indica que la violencia nunca ha resuelto nada. Pienso en que, por ejemplo, la violencia venció el avance del nacional socialismo de Hitler y la violencia despojó a la aristocracia francesa durante la revolución de 1789. Intento recordar algún cambio pacífico en la historia y salvo el ejemplo de Gandhi y Buda, encuentro pocos. Incluso el estoico caso de Jesús devino en una evangelización violenta por parte de sus seguidores.
Se confrontan aquí dos visiones: aquella que sostiene que la única vía ética es la pacífica y aquella otra que encarna y acepta la violencia. «Debe entenderse que la guerra es la condición común, que la lucha es la justicia y que todas las cosas pasan por la compulsión de la lucha», como expresó Heráclito hace más o menos dos mil quinientos años. En el conocido debate sostenido entre Freud y Einstein, el psicólogo escribe que es un principio general el que los conflictos de interés entre los hombres se resuelvan mediante la violencia, esto es cierto para todo el reino animal, del que los hombres no tienen razón para excluirse.
Me parece que la violencia, como los dogmas, puede usarse para esclavizar, oprimir y torturar, pero también para liberar. ¿Cuáles son las espadas de las que nos debemos armar? De un lado, a mano izquierda se abre la posibilidad de transición a una economía postindustrial con formas más eficientes de trabajo autónomo que procuren la equidad, lo que conduciría a un mundo de satisfacción austera. Por otro lado, a mano derecha, está la opción de acometer la escalada de un crecimiento con énfasis en la capitalización que conduciría al Apocalipsis industrial.
Pero hay esperanza (sigo aquí a Gustavo Esteva quien expresa más o menos): la sociedad postprofesional y postapocalíptica ha nacido ya. La han creado hombres y mujeres libres, desde el vientre de la antigua. Emplean herramientas contemporáneas “respetuosamente constreñidas”, como Illich sugirió. Estas resistencias son pequeñas islas que comienzan a formar un archipiélago. Entre ellas existen productos industriales pero saben limitar su empleo y atesoran prácticas y valores ancestrales. Saben usar las plantas para su salud y no dependen de las farmacéuticas globales, gozan autonomía alimentaria y crean su propia cultura. En lugar de una sociedad económica e industrial, han sido capaces de formar una sociedad organizada en torno a la premisa de la suficiencia, ponderan el valor del uso sobre el valor del cambio, la autonomía sobre la heteronomía y defienden la propiedad común sobre la propiedad privada. Se me ocurre ahora que lo que sí puede hacer crecer ilimitadamente, a diferencia de la producción material, sean nuestras conciencias.
Hace poco leía a César Aira, quien apunta que el arte sirve para producir nuevos valores. Concuerdo con él. El arte sirve para generar nuevas formas de pensamiento, nuevas sensibilidades, para inventar registros emocionales, palabras y silencios. Quizá el arte pueda ser una herramienta que nos devuelva la autonomía y postule la creación dentro de ciertos límites, un arte respetuosamente constreñido.
Volvamos, para terminar, al sobrecalentamiento global que también es un arma de dos filos, porque como nos activa, también nos asusta. Pensemos juntos en el miedo. El milenio ha dejado miles de muertos. El miedo nos sorprende todos los días a través de los noticieros, llega a nosotros como influenza o gripe aviar, nos sacude como institución corrupta o indígena muerta de hambre, como descabezados, feminicidios y tormentas tropicales. Más que en ninguna otra forma, el miedo nos llega como imágenes y mensajes por medio de las redes sociales y como producto de las nuevas tecnologías culturales. Alguien murió, algo explotó, alguien mató a alguien o desapareció, alguien podría morir. Miedo.
Para calmar el miedo comemos, cogemos, ocasionalmente votamos o salimos de compras, nos drogamos, resonamos miedo y reforzamos los patrones de una sociedad apanicada. ¿Qué más podemos hacer? Se me ocurre que no hay respuesta, y se me ocurre también que podemos cortar las cadenas de resonancia del miedo y respirar. Cortar la decodificación inmediata y meditar en que nada va a salvarnos, porque no es posible una poesía salvadora. Podemos inhalar, sostener el aliento y exhalar con calma. Si relajamos los músculos y distendemos el cuerpo el miedo comienza a disiparse. Nuestras obras se derriten, las piedras mutan, las nubes flotan y nosotros respiramos. Aprendemos a morir en el Antropoceno.
Quizá al aceptar nuestra decadencia y fragilidad inauguremos un nuevo mundo. Sabemos que vamos a morir, claro, pero, ¿es nuestra vida una acción consciente de ello? ¿Cada dedo que movemos está encaminado a morir mejor? Aprender a vivir sin miedo puede fundar una posibilidad de morir sin miedo. El arte, lo que sea que sea hoy, posiblemente sirva para construir un territorio en calma, un momento de paz.
P.D. Para la escritura del presente texto he incorporado ideas —y a veces he transcrito párrafos enteros sin citar exactamente la referencia— postuladas en libros y artículos a los que remito. El texto, entonces, no es sino un pastiche, una serie de plagios libertarios que hacen hablar nuevamente a vivos y muertos.
Illich, Iván. Obras reunidas I, Fondo de Cultura Económica, México, 2006.
Scranton, Roy, Learning to Die in the Anthropocene: Reflections on the End of a Civilization, City Light Books, USA, 2015.
Crispin, Jessa, Why I Am Not a Feminist: A Feminist Manifesto, Melville House, USA, 2017.
Bhikkhu Bodhi (Editor y compilador), In the Buddha’s Words: An Anthology of Discourses from the Pali Canon, Wisdom Publications, USA, 2005.
Esteva, Gustavo, de su artículo “Desprofesionalizarnos”, disponible aquí.
Aira, César, Sobre el arte contemporáneo, Literatura Random House, 2016.
Imagen: Tierra de fuego, de Angelika Markul.
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Mauricio Marcin (México, 1980) es co-fundador de la biblioteca pública Aeromoto. Entre 2012 y 2016 colaboró en el Museo Experimental El Eco. Ha editado los volúmenes Las ideas de Gamboa y artecorreo. Fue curador de El Clauselito en el Museo de la Ciudad de México. Junto a Annabela Tournon dirige la revista bilingüe Tada, editada en francés y español. Actualmente, prepara una muestra sobre Juan José Gurrola desesperadamente titulada Todo está perdido.