Septiembre, 2017
El brazo de Héctor Falcón tiene tatuada la leyenda Untitled con tipografía helvética bold, ésta le da nombre —cuando Héctor extiende el brazo y señala con el índice de su mano— al catálogo desperdigado de objetos que constituye al mundo. Nos los dice, los nombra, los señala dándoles ese título —sin título— para dejarlos abiertos en su sentido. La intención del artista, que con un gesto sobrehumano señala, les confiere un propósito, una utilidad, los convierte en parte de un catálogo que remeda al mundo. Esta cualidad paradójica, entre el sentido abierto que tiene el objeto convertido en obra de arte y su función, que se cierra a objetivos y condiciones precisas, nos comunica —a partir de contradicciones que transforman el cuerpo y sus extensiones— una reflexión sobre la naturaleza transformadora del mundo, es decir, del hombre sobre la naturaleza. Dice sin decir pero diciendo, hace sin hacer pero haciendo, nombra sin nombrar pero nombrando.
El camino que ha seguido Héctor Falcón con su obra lo ha llevado a transformar al mundo como extensión de su propio cuerpo, negando distinciones (aunque con ello parezca que las afirma), confundiendo límites y transgrediendo espacios temporales. Se suma al mundo, al catálogo de lo que hace al mundo, gira en su propio eje para darle una función y un sentido a cada uno de los objetos que constituyen —desde la fatalidad de lo circunstancial— su entorno. Sean libros de gran formato, pianos de cola o piedras inmensas, las vacía —de forma literal pero también conceptual— de su sentido original para quedar reducidas a ser la cáscara de su significado y función original como objetos en el espacio, pero también, de su lugar en el tiempo.
Héctor Falcón regresa al país que definió su visión del mundo y del arte, Japón. En su primera visita, en los años noventa, llegó siendo un joven egresado de la escuela de arte La Esmeralda, dispuesto a romper y dejarse romper los esquemas y la madre, veinte años después, regresa con un bagaje inmenso. Desde el 2015, el artista se ha dedicado a intervenir rocas con círculos de metal de color púrpura, que a pesar de ser adornos añadidos suponen huecos a través de los cuales se asoma la percepción y su ausencia. El contraste físico y conceptual que provoca la naturaleza artificial de los círculos metálicos es semejante al que provocan los huecos que ha realizado en otras superficies: libros, lienzos o un piano de cola. Huecos que vienen a revelar —o subrayar— una naturaleza escondida que, puesta en evidencia a través de las adiciones o sustracciones geométricas que realiza en los materiales, los convierte en objetos alegoría del objeto, en fantasmas de sí mismos, negados a su naturaleza, y por tanto, trascendidos a ésta.
Los círculos metálicos que le impone a las rocas son un gesto, semejante al de quien, entre los guijarros que se encuentra en la playa, elige uno y se lo guarda en el bolsillo. Dispuesto junto a otras piedras —que han sido elegidas de una manera similar— ya no puede ser el guijarro entre guijarros que fue encontrado en la playa; elegido, llevado y dispuesto a su nuevo lugar deja de ser guijarro para ser piedra. Desconoce su naturaleza para asumir una nueva y se relaciona con el resto de las piedras que la rodean para significar, de manera paradójica, una multiplicidad que existe condicionada a su lugar, tanto en el tiempo como en el espacio. Son un número específico de rocas ribeteadas con círculos púrpuras que, en la disposición del espacio elegido: la antigua residencia de la familia Kato, una casa samurai tradicional construida durante el período Edo, al servicio de los Ishikawa, señores del Kameyama, conforman una instalación monumental que, como jardín zen, dice su lugar pero también su proceso y su trayecto.
La naturaleza sobrehumana de la instalación obedece a la vocación tránsfuga del artista que reformula, restructura, redefine y replantea su propia esencia —el cuerpo y sus extensiones— desde un imaginario donde comulgan lo sagrado y lo profano, o mejor dicho, las extensiones profanas de lo sagrado. El cuerpo es un templo, un templo es una casa, una casa es un cuerpo. El cuerpo es uno pero está en continua transformación; es muchos, semeja en el tiempo a un miriópodo que se extiende o proyecta en el espacio a toda velocidad como cuerpos que se convierten en su estela; corren haciendo ricochet por su existencia hasta el lugar donde caen como los aerolitos del cielo, con cada uno de sus accidentes escritos en el cuerpo, con una historia que es trayecto pero también es la actualidad misma en la que escribo estas líneas, el tiempo presente que deja de ser mío para ser del que las lee. Así, Karesansui-shi (紫枯山水) sobrevive a la temporalidad física y se impone al espacio que la alberga, como presencia y como aparición: es el accidente que emula la suma de accidentes.
El título de la instalación es un juego de palabras que se traduce literalmente como “agua purpúrea en aguas profundas” que, revelado, le otorga un sentido ulterior, transformando de nueva cuenta su naturaleza. Frente a la tensión inmóvil y el peso de las rocas escapa el rayo de luz purpúreo que se repite en cada recoveco y que salta líquido hacia la percepción para convertirse en un juego dinámico de luminiscencias que, en su evidencia, escapan de la materia para ser su propio vestigio en la memoria que queda, en el eco que recorre todavía su presencia. Las rocas, que pueden o no ser utilería para el escenario de una película de superhéroes, son una vida en latencia, una amenaza, una materialidad que se desdibuja, que pierde peso, gracias a la superhumanidad que evoca y que vive, como parte de un imaginario que se reinventa a cada momento —entre lo profano y lo sagrado— para hacer volátil lo pesado. Las rocas que conforman Karesansui-shi (紫枯山水) vuelan como cuerpos celestes alrededor de la percepción que se mantiene inmóvil en el centro. La nada queda en lugar de algo, como algo que queda, todavía, aunque no esté. Eso que permanece, como recuerdo y que se reinventa a cada momento, en el ansia de recobrarlo, volverlo a hacer presente, sólo existe o sobrevive como vestigio en el lugar que tuvo en el tiempo.
Foto: Instalación en la Trienal de Kameyama.