Por Rodrigo Bonillas
¿Qué habrá del D. F. en 2666?
¿De dónde esa cifra ominosa, luciferina y posapocalíptica?
En la “Nota” a la primera edición de 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño, Ignacio Echevarría nos revela una alusión a la cifra del título en un pasaje de Amuleto, otra novela de Bolaño, protagonizada por Auxilio Lacouture, la uruguaya conocida por haberse quedado encerrada en un baño de Filosofía y Letras cuando el ejército entró a C. U., en 1968.
En ese pasaje, Auxilio, Arturo Belano y Ernesto San Epifanio vienen de Bucareli, cruzan Paseo de la Reforma, siguen por Rosales y, tras dejar atrás Puente de Alvarado, se internan en la colonia Guerrero por la calle del mismo nombre. Ahí, en ese espacio de ruina, Bolaño pulsa la atmósfera:
La Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo.
Los tres personajes han atravesado entonces (eran los años setenta) uno de los nudos viales de México D. F. También han pasado por la plaza de San Fernando, en cuyo ombligo se yergue el monumento a Vicente Guerrero, y en cuyo costado norte se ubica el templo novohispano de San Fernando. Hacia el oriente del templo se extiende el antiguo panteón del mismo nombre. En él, las tumbas más recientes son de la segunda mitad del siglo xix, de las cuales la construcción central es el mausoleo que guarda la osamenta de un indígena zapoteco y gran estadista, Benito Juárez, que está enterrado en medio de uno que otro hombre aún recordado por nuestra historia.
Ese mausoleo de aires griegos, con un peristilo de columnas jónicas que unen sus fustes entre sí con herrerías, tiene en el centro a una mujer de mármol blanco, la Patria, que sostiene el cuerpo cadáver de un hombre, también de mármol blanco, ambos puestos sobre una basa de cantera. Esos dos materiales, mármol y cantera, han sido mordidos por el tiempo en las otras tumbas en este panteón, que es una de las pocas posesiones de la Iglesia en este conjunto de San Fernando que se salvaron de ser desamortizadas por el decreto que el mismo Juárez pronunció en vida.
El trayecto nocturno de los tres personajes, que de hacerse hoy pasaría de la dinámica de Bucareli y Reforma, esa “Esquina de la Información” con olores burocráticos, de grisura ochentera, al edificio de la Lotería Nacional, y luego se internaría hacia la selva salvaje de la Guerrero, por pequeñas tiendas y cafés desastrados, es una de las descripciones más leales a la decadencia de esa zona y al viento que azota Reforma por las noches.
Entre los alardes de Reforma y esa región tan poco transparente, tan sucia y áspera, se localiza la sinécdoque de la obra más ambiciosa de Bolaño. Para penetrar a ese cementerio de 2666, el trío de personajes sigue un hilo negro, a oscuras, que nosotros también podemos hoy seguir si caminamos, a eso de las diez o doce de la noche, de Bucareli hacia esa plaza, y sentimos de lejos la desolación de la calle, las hermosas arquitecturas en ruinas y la pudrición del cementerio de San Fernando.
Toda esa parte de la ciudad, que hace casi siglo y medio recibió al hombre más ilustre del México independiente entre sus tierras, y que hoy vive deprimida, fue marcada por la profecía de Bolaño. El panteón funge, a mi ver, como gozne de esas hojas. San Fernando es esplendoroso monumento a la corrupción de los hombres preclaros. Alrededor, la muerte de la colonia Guerrero, que hace siglo y medio fue también esplendorosa, aunque a su manera, es el pozo más adecuado para nuestra condición de escorbuto.