Por Fernando Mino
El pasado lunes 24 de febrero le fue entregada al veterano Arturo Ripstein (1943) la Medalla Bellas Artes, otorgada por primera vez en el rubro de creación cinematográfica. El simbolismo es notable, por cuanto el director representa todos los momentos del cine en México: de los días mágicos en el que el cine era mina de oro para productores —como su padre— de basura estética, hasta los más aciagos años noventa, en que filmar era prácticamente imposible. Renovador, progresista, esteticista, anquilosado y sórdido, el cine de Ripstein también es un muestrario de lo mejor y lo peor del cine nacional.
Hijo del dueño de Alameda Films, Alfredo Ripstein, creció en los sets de los estudios Churubusco, donde debutó en 1965 con Tiempo de morir, un anticlimático y sobrio melodrama ambientado a la moda del western, adaptado de un relato del todavía desconocido Gabriel García Márquez.
Autor en los años setenta de joyas fundamentales como El castillo de la pureza (1972), El lugar sin límites (1977) y Cadena perpetua (1979), desde mitad de los ochenta ha consolidado una interesante mancuerna creativa con su esposa-guionista Paz Alicia Garciadiego. El resultado ha sido una prolongada vivisección, a través de obras cada vez más sórdidas y sociopáticas, de los resortes que hacen funcionar al melodrama, el género por excelencia en el cine mexicano. Esta obsesión por recrear una y otra vez en forma retorcida los temas clásicos de la tradición fílmica lo emparenta más a un Juan Bustillo Oro (El hombre sin rostro, Los hijos de Rancho Grande, México de mis recuerdos) que a su siempre venerado mentor Luis Buñuel.
El primer ejercicio de esta retórica de lo chamagoso fue, de hecho, el remake de El gallo de oro (Gavaldón, 1964), según el relato de Juan Rulfo. El resultado es tremendista, suntuoso y revelador. El imperio de la fortuna (1986) construye un entorno entre sucio y desgastado, siempre fotografiado en tonos ocres; escaparate perfecto para mostrar al beodo Dionisio Pinzón pateando el mugroso cadáver de La Caponera, encabronadísimo con ella porque tuvo el mal tino de morirse a media partida de naipes. La pertinencia de la imagen está indisolublemente vinculada a esa época de desilusiones y decadencia para un país sumergido en una dura crisis económica.
Descubierta la veta, la dupla Ripstein-Garciadiego ha entregado películas donde el kitsch —lucecitas de colores, escarcha navideña, espejos herrumbrosos, la misma bata de baño a rayas cubriendo cuerpos obesos de película en película— se hermana con el plano secuencia para revelar la artificiosidad del melodrama. A veces con intensidad conmovedora —como en Mentiras piadosas (1987), en la espléndida Profundo carmesí (1996) o en el delirante Evangelio de las Maravillas (1997)— y otras con insoportable y pretenciosa solemnidad, como en sus horribles y desfasadas Carnaval de Sodoma (2006) y La virgen del Lujuria (2002).